miércoles, 2 de julio de 2008

Luna de Agosto

A menudo recuerdo aquella noche de agosto en que me invitaste a dar un paseo por el campo. Yo estaba tan nervioso y tú parecías tan tranquila. Habíamos estado en el pub del pueblo, hablando de nuestros sueños, tomando una caña tras otra, haciendo planes para irnos a Madrid, tú huyendo del pueblo que te asfixiaba y de las broncas de tus padres, yo pensando sólo en seguirte. Íbamos por el camino que lleva a la huerta del Comandante, cuando te paraste de pronto, mirando la luna llena enmarcada por dos álamos blancos. Así estuviste varios minutos que se me hicieron eternos. Te llamaba por tu nombre, pero no me oías. Entonces te volviste hacia mí y me miraste con una expresión extraña, tan serena, todas las facciones de tu cara relajadas, con una mirada como si estuvieras viéndome por dentro, sonreíste y dijiste «Así que esto es la eternidad, no está mal». No entendí nada, pero en ese momento supe que te amaba con locura. Tuve el impulso de besarte, pero sentí que te encontrabas a millones de años luz de mí, y era imposible alcanzarte. Luego te oí murmurar algo de que lo habías visto todo en un momento, como si no existieras, como si tú fueras todo y se hubiese parado el tiempo. Ni siquiera intenté comprenderte, sólo miraba tus labios moverse y tus ojos color avellana clavarse en mí y en la luna llena alternativamente.

Poco después te fuiste a Madrid a realizar tus sueños y no pude seguirte, liado con el negocio de mi padre, aquella tienda de comestibles que daba más deudas que beneficios. Por Laura, la única amiga del pueblo que conservaste, supe que al principio habías encontrado un buen trabajo en una floristería, pero que últimamente cambiabas de empleo cada pocos meses, que habías perdido casi por completo el contacto con tus padres, que andabas metida en jaleos de alcohol y drogas, y que llevabas una vida sexual desenfrenada. Cuando por fin pude irme a trabajar a Madrid, pasados un par de años, te busqué durante meses como un sabueso hasta que averigüé dónde vivías. Merodeé por tu calle muchas tardes, esperando verte. Un día te vi sentada en un banco, la cabeza apoyada en las manos, mirando el suelo fijamente. Me senté a tu lado sin decir nada. Alzaste la cabeza y me miraste con la misma expresión taladradora de aquella noche de luna, pero tenías ojeras, la cara demacrada y un rictus de amargura en la boca. Siempre en silencio, hiciste un amago de sonreír, y me diste un beso fugaz en los labios. Te levantaste despacio, como si no pudieras con el peso de tu cuerpo y te alejaste calle abajo, hasta desaparecer entre la gente.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya, otra preciosidad de cuento, limpio, sereno. Conozco la "sensación de eternidad"; casi podría haber escrito yo toda la primera parte.

Kiss.

Alicia dijo...

Joer, Gloria, gracias de nuevo, tú que me lees con buenos ojos :-)
Lo que cuento en la primera parte lo sentí yo tal cual, con álamos blancos y todo, aunque en soledad y rodeada de mis mininos... :-D
Me alegra que tú tamblén conozcas esa sensación. Es increíble, pero tan efímera...
más besos (me has alegrado el día, de verdad)