miércoles, 17 de diciembre de 2008

Un Sargento asesina a su General

Los hechos ocurrieron a las 9 de la mañana del pasado lunes, en el cuartel general del Ejército de Tierra, sito en la madrileña calle de Alcalá, junto a la plaza de Cibeles. El sargento primero Ramiro Jaquete disparó tres veces sobre su superior el general Armada Muñoz, causándole la muerte en el acto, al grito de “Reinicie, coño, reinicie”, según relató un soldado que presenció la escena. El susodicho sargento fue inmediatamente arrestado y llevado a las dependencias carcelarias del propio cuartel, en espera de que se celebre el juicio.

Las causas del crimen aún son algo confusas. Testigos consultados aseguran que el sargento Ramiro Jaquete era un joven equilibrado y tranquilo. Una compañera, perteneciente al personal civil, declaró: “Es un buen chico, a todos nos cae bien, pero últimamente estaba muy quemado.” El sargento se encargaba del soporte técnico de los equipos informáticos de los despachos de los altos cargos del cuartel, según relató la civil anteriormente citada (cuyo nombre no quiere que se haga público). Según nos explicó, el general Armada tenía “una sospechosa facilidad para que su ordenador dejara de funcionar y se colgara cada dos por tres”, hasta el punto de que todos los días el general reclamaba la presencia del sargento.


Otro compañero, sargento primero también, cuyas siglas son F.S.G., nos explicó lo siguiente:

“La mayoría de las veces, Ramiro lo único que hacía era apagar y volver a encender el ordenador del general y le insistía en que no era necesario que le llamara siempre, que solo reiniciara la máquina, pero es que el general (que en paz descanse), era algo bruto, y no aprendía, y Ramiro me confesó que tenía pesadillas todas las noches y que un día de estos iba a hacer una locura, pero nunca me pude imaginar algo así.”

Al parecer, el luctuoso hecho sucedió al aire libre, dentro de las dependencias del cuartel, cuando el sargento se dirigía a desayunar con algunos de sus compañeros y se cruzó con el general, el cual volvió a reclamarle que acudiera de inmediato a su despacho, porque el ordenador no le funcionaba. La testigo civil, anteriormente citada, relató lo siguiente:
“Al pobre se le puso la cara colorada, parecía que le iba a dar algo; Ramiro dijo que iría en cuanto desayunara, pero el general se enfadó y dijo a voces que de ninguna forma podía esperar tanto, que fuera inmediatamente porque no podía trabajar y tenía que hacer cosas muy urgentes, y a Ramiro se le puso la cara más roja aún, y dijo: ‘a sus órdenes, mi general’, pero en ese momento pasó por al lado uno de los mimetas y Ramiro le cogió el arma y al grito de “Reinicie, coño, reinicie”, le disparó tres tiros al general.”.

Según nos explicaron, los mimetas son los militares que visten el uniforme de camuflaje y están encargados de la seguridad del cuartel, por lo que son los únicos que van armados. Continuaremos informando cuando dispongamos de más datos.

martes, 9 de diciembre de 2008

A dónde va la consciencia. (Un viaje a oscuras).




De camino al hospital todavía eres consciencia, difuminada y maltrecha a medida que la cuerda se tensa. Cambia el paisaje interior, rodando por calles estrechas y avenidas. Los árboles brillan más. Los transeúntes, en slow motion.


Llegas a la puerta y la luz antiséptica del rótulo azul sobre blanco te desnuda de serenidad, de valentía. De repente el traje te queda grande, ¿o es tu cuerpo menguante?, y cae a tus pies frente al mostrador de recepción. Te recibe dos plantas más arriba una sábana con mangas y dos lacitos a la espalda, llena de incertidumbre. De la confianza desprendida nace el miedo. A tortas lo despistas, inventando una conversación llena de charcos. Recitas un mantra mal entonado, palideces y finges no pensar. Pero ahí está el pensamiento, un carro de bueyes tozudo en la noria, girando y girando, sacando un agua que no brota. Tu pensamiento y tú, tú Pensamiento, navegando a ciegas por un pozo de futuro indescifrable. Toque de nudillos en la puerta. Ya vienen. Enmudeces. «Que sea lo que Dios quiera»; te dejas llevar para dejarte hacer. Las palabras se borran de tu boca. Otras dos plantas. Todavía eres, consciente de un pasillo, una vía, una sonda. Poco más. En esa camilla estrecha vigilada por grandes, enormes palmeras fluorescentes, que proyectan una luz sin sombra. El Hombre del Saco Verde procede. Inyección – Desintegración. Mil pedazos y un segundo, me recuerdo fotocopia cuarteada. Lecho seco de un río, wadi incorpóreo. Después nada. A dónde va la consciencia, me pregunto. En la sala es latidos, temperatura, respiración. Constantes vitales. La consciencia monitorizada es líneas gráficas y sonidos analógicos de un cuerpo sin timón. Pegatinas que devuelven el sueño de una sensibilidad invertida. Ellos, con sus pijamas, saben de tu consciencia y te la devuelven. Como si durante un tiempo no te hubiera pertenecido. A las puertas del regreso está la semilla, consciencia de la inconsciencia, negando el vacío espurio. Es dolor, frío, «no sé dónde estoy», aristas y negrura. El residuo de la profanación consentida, la gravilla de la arquitectura pendiente sobre un recuerdo de pesadilla sin recuerdo. La consciencia fue arrojada contra las rocas, por eso duele. Y el despertar, abandonado de sí mismo. Acurrucada en el centro de mi cerebro, recién nacida, sin luz, sin espacio, sin tiempo, una voz lejana de mujer «tranquila, respira hondo» me entrega los esbozos de mi consciencia ajena, que se vuelven nítidos sin querer, hasta que puedo saber que soy de nuevo, hasta que puedo abrir los ojos. Amanecida.

Gloria Lao García

26 de noviembre de 2008


viernes, 14 de noviembre de 2008

Lara

Lara se tomó dos aspirinas con el último trago de vino. Esperaba de esa forma no tener resaca al día siguiente. Era una de las botellas de la bodega de Mario, que se jactaba de tener los mejores vinos y los más caros. Sintió una patada en la tripa, cerca del ombligo. “Cállate”, exclamó. Dejó la botella vacía de Ribera del Duero en un rincón de la cocina, ya la tiraría mañana, si la resaca no era muy fuerte. Se asomó a la ventana del cuarto de estar. Seguía diluviando. Por la acera de enfrente pasaba el vagabundo del barrio, con sus varias capas de ropa de color indefinido, su melena larga, rizada y sucia, empapada, igual que la barba. Levantó los brazos, con una litrona en una de sus manos, mirando al cielo que le empapaba, gritando algo que Lara no consiguió entender.
Ignoró el pinchazo en la tripa y se dirigió hacia el sofá intentando no hacer eses. Le costó sentarse por culpa de su enorme vientre. Miró la tele que llevaba todo el día encendida. Sin saber siquiera lo que miraba, iba dando a un botón tras otro del mando a distancia. Entonces lo vio. A un lado de la tele, había un paquete de Camel. El que dejó Mario cuando se fue. Estaba a medias. Con algo de esfuerzo, se levantó del sofá (esta maldita tripa, pensó por enésima vez), y cogió el paquete. Rebuscó en los cajones del mueble y encontró un encendedor. Se volvió a acomodar en el sofá y encendió un cigarrillo. Tosió un poco al principio, no estaba acostumbrada a fumar. Miró a su alrededor. Dónde demonios estaría el cenicero. Cogió un vaso sucio y echó la ceniza. Poco a poco, fue notando que la nicotina le hacía efecto. Borracha y fumando, si su padre levantara la cabeza…


De pronto, tuvo una genial idea. Se levantó la sudadera verde que le cubría la enorme tripa. Con el cigarrillo en una mano y el mando a distancia en la otra, se la contempló un rato largo. Sintió otra patada inoportuna. Lara cogió el cigarrillo y lo apretó contra su tripa, un par de centímetros sobre su ombligo. No sintió ningún dolor, si acaso un ligero escozor. La situación le hizo gracia, y lo repitió tres veces más. Al final se quedó contemplando los cuatro puntos rojos que tenía alrededor de su abultado ombligo. Casi quedaba bonito. Se acordó de Mario. “Dónde coño estaría el muy hijo de puta”. Se levantó como pudo y tambaleándose fue hasta la bodega. Ya quedaban pocas botellas. Eligió una de Rioja. Entonces sonó el teléfono.
Intentó darse prisa para llegar a la mesita del teléfono, pero entre la tripa y la borrachera, no llegó a tiempo. Escuchó el mensaje del contestador: “Lara, soy yo…—una pausa larga— ¿No estás en casa? Perdóname por haberme ido. Perdóname por todo lo que pasó. Déjame volver, por favor. Te quiero mucho, quiero cuidar de nuestro hijo, de verdad, llámame.”.
Lara sonrió mientras descorchaba la botella de Rioja. Será gilipollas, pensó. Se sirvió un chorrito en un vaso y lo tomó degustándolo. No está mal, pensó, pero está mejor el Ribera. El teléfono volvió a sonar y esta vez Lara lo cogió.
— Lara, ¿estás bien?, nunca coges el teléfono —era su amiga Clara.— , nos estás preocupando a todos, chica.
— Estoy bien —dijo Lara, intentando vocalizar bien.
— No te creo, chica, voy a ir a verte.
— Que no, que no, que estoy bien, de verdad.
— Hablas raro, Lara. ¿No habrás vuelto a beber?
— Pues claro que no, Clara, qué cosas tienes…—intentó simular una risa, pero no le salió muy bien.
— Lara, me tienes preocupada.
— Estoy bien, de verdad, ahora tengo que dejarte, tengo algo en el horno, adiós….— y colgó. —Pero qué pedazo de hipócrita. —dijo Lara en voz alta.
Volvió a levantarse la camiseta. Miró su tripa. Miró los cuatro puntos rojos. “¿Me dolerán cuando se me pase la borrachera?” Y pensó en el extraño ser que tenía dentro. Como un alien. Ojala no saliera nunca de allí. Ojala muriera ahora mismo y desapareciera. Bebió un largo trago de rioja y encendió otro cigarrillo. A la mierda, pensó, mirando la tele sin saber lo que veía. El alien le dio otra patada. ¿Se podrá llegar a querer a un alien?, pensó Lara tomando otro trago. Las quemaduras empezaron a escocerle mientras el teléfono volvía a sonar una y otra vez.

viernes, 31 de octubre de 2008

El intruso

Lunes
Lo primero que me hizo sospechar fueron los yogures. Vivo solo y mi consumo de yogures de soja en la cena es estricto: uno al día de lunes a sábado, es decir un paquete de seis a la semana durante los últimos cinco años de mi vida de soltero empedernido. Hace dos semanas el sábado no me quedaba ninguno; la pasada ni siquiera llegaron al viernes. No puede ser un despiste: mi vida es tan metódica como puede permitirse un ser humano. Nadie tiene llaves de mi casa, no traigo chicas –prefiero pagar un motel, no soporto dormir con nadie– y la limpieza semanal la vigilo personalmente. Pero alguien se está comiendo mis yogures, y lo que es peor alguien ha empezado a usar mi baño. Esta mañana, al levantarme, flotaba en el ambiente la humedad de una ducha reciente mezclada con la esencia a madera de mi colonia. La nuca se me ha erizado, pero he sacado el hierro 7 y he recorrido la casa gritando en busca del intruso. He abierto armarios y arcones, revuelto debajo de camas y mesas, revisado ventanas y la puerta blindada, pero no había nadie. Natalie, mi secretaria, me ha mirado de manera extraña cuando he llegado al despacho del banco, casi una hora tarde, después de mis expediciones infructuosas, pero no se ha atrevido a decirme nada. Más le vale.

Miércoles
Sé que sigue aquí. A pesar de las dos horas de squash y del posterior masaje, a pesar del Valium y de dos Maltas, no he pegado ojo, pendiente de cada sonido, de cada crujido de la tarima de teca, mirando cada minuto el resplandor que entraba en la habitación a través del cristal de la puerta. Era mejor eso que las pesadillas de los breves momentos de sueño: un hombre sin rostro se ahorcaba una y otra vez con mi corbata favorita pero era yo el que terminaba ahogándose.
Hoy he estado a punto de sorprenderle. Al entrar en la cocina olía a pan y la tostadora aún estaba caliente. Me pareció que el aire todavía se movía con una presencia reciente. Definitivamente tengo que cazarle o acabará con mis nervios.

Viernes
No he ido al banco. Creo que no he ido. No puedo dormir ¿He dormido? Está anocheciendo y no me quedan yogures. Natalie ha llamado para decirme que esta tarde me he dejado la Blackberry en el despacho, seguro que la muy zorra está compinchada con este cabrón ¡Pero a mí no me pilla! Mi carcajada le ha sorprendido un poco, lo he notado, pero no me ha contestado cuando le he gritado lo que podía hacer con ella.

Domingo
Cada vez está más cerca, lo sé. Ana “La Rubia” me ha dejado un mensaje en el contestador –ya no cojo el teléfono – para decirme lo bien que se lo pasó anoche ¡conmigo! que llevo tres días sin salir, sin dormir, sin comer. No recuerdo los amaneceres ni los atardeceres, mi vida se esfuma como mi barba: no me afeito y sin embargo no tengo ni un atisbo de pelo en la cara. Seguro que me está envenenando.

Hoy
es plateada preciosa pequeña estaba al lado de la Blackberry en la mesilla cuanto lleva allí me encanta cogerla y apuntar ya no tiene salvación se cuando llegará cuando llegaré le espero enfrente de la puerta ¿oigo como sube el ascensor y mete las llaves en la cerradura? y apunto a la cabeza está fría no voy a fallar

lunes, 27 de octubre de 2008

Diario en el Hospital


Jueves 5 de junio de 2003

Hoy me he vuelto a caer. No sé con qué he tropezado, iba tan tranquila caminando y me he caído de bruces al suelo, en medio de la acera; se me ha roto el vaquero, me he raspado la rodilla y dos señores muy amables me han ayudado a levantarme y me han preguntado que si estaba bien y les he contestado que sí. Es la cuarta vez en un mes que me caigo. Qué vergüenza. Debe ser porque siempre estoy cansada y voy arrastrando los pies. Sigo con algunas décimas de fiebre y algo de tos.
Daniel no ha contestado al sms que le mandé ayer.

Viernes 6 de junio de 2003

Hoy me siento más animada. Quizá porque no hace tanto calor y he cobrado el paro, quizá porque es viernes... Estoy haciendo planes, voy a dedicarme a escribir en serio, lo tengo decidido. Cambiaré de profesión, me cueste lo que me cueste, basta de tanta informática que no me llena. Aún no sé cómo lo haré, pero ya lo pensaré. Si no fuera por esta tos que no se me quita y el cansancio y que no tengo ganas de comer, creo que podría planearlo. Voy a empezar a escribir algo esta misma tarde.
Daniel sigue sin contestar. No me atrevo a llamarle, pero quizá le envíe otro sms.


Sábado 7 de junio de 2003

Las décimas han subido, ya es fiebre, 39 grados según el termómetro, y me duele algo en el centro del pecho. Apenas he dormido esta noche, no he dejado de toser. Tengo mareos. No aguanto más. He llamado a una ambulancia y van a llegar de un momento a otro para llevarme al hospital.

Martes 10 de junio de 2003

Por fin me han subido a planta, la 13, después de estar tres horribles días en urgencias, porque no había camas libres. Las enfermeras de urgencias eran muy bordes, casi no hacían caso a las pacientes, yo misma tuve que levantarme y avisarles de que tenía mucha fiebre y sed, y casi ni me hicieron caso; pero debe ser porque están estresadas con tanta gente que les va llegando en las ambulancias. Junto a mi cama había una mujer que había intentado suicidarse y le estaban haciendo un lavado de estómago.
Me han sacado una radiografía del pecho porque en los análisis de sangre no aparecía ninguna infección que justificara la fiebre.
Sin embargo, las enfermeras de esta planta son muy amables, me han traído unos folios y un bolígrafo para poder escribir, y me preguntan si necesito algo más, siempre con una sonrisa. Si necesito algo, pulso el timbre y vienen enseguida.
Les ha costado mucho encontrarme la vena en los brazos para ponerme la vía; “es que me he dejado las venas en casa”, he intentado bromear. Se han tirado como una hora y me han hecho unos cinco pinchazos (han probado en los antebrazos, en las manos, en las muñecas). Al sexto han acertado. Creo que me han puesto suero y algún antibiótico.
Aún no saben qué será esa mancha blanca (“masa extraña” lo han llamado) que aparece en el centro de mi pecho en la radiografía.

Miércoles 11 de junio de 2003

El médico me ha visitado esta mañana y ha dicho amablemente que para descubrir qué es esa “masa extraña” tienen que hacerme más pruebas y que son algo dolorosas. Es extraño, pero me siento tranquila. Seguramente será un tumor, y sé que ellos lo saben, pero aún no quieren decírmelo.
Sigo sin saber nada de Daniel.

Jueves 12 de junio de 2003

Me han llevado a una especie de quirófano, en ayunas, estaba muy nerviosa, me han dado un tranquilizante y después de prepararme me han hecho tres punciones en el esternón, con ayuda de un escáner, y con una aguja bastante gorda, pero no han sacado ninguna célula adecuada que puedan analizar. La anestesia que me han puesto no me ha servido de mucho. Me ha dolido bastante. Y lo he visto todo. Esto es una pesadilla.

Por la tarde han venido mis amigas a visitarme. He intentado mostrarme alegre, no sé si con mucho éxito. Me han traído un peluche de un gato, ay, qué bien me conocen.
Sigo sin saber nada de Daniel. He llorado mucho antes de dormirme. Les he pedido a las enfermeras una pastilla para dormir.

Viernes 13 de junio de 2003

Hoy me van a hacer una biopsia para saber de una vez por todas qué diablos es esa masa extraña que tengo en el centro del pecho, justo detrás del esternón. Aunque yo ya me lo figuro.
Además hoy es el patrono de mi pueblo (con lo poco que me gusta mi pueblo), San Antonio de Padua. Esta noche habrá fuegos artificiales, cuánto me gustaría verlos. Yo no creo en los santos, pero mi madre dice que va a rezar para que salga todo bien y me cure pronto.

Lunes 16 de junio de 2003

Por fin se me curó la infección de la biopsia. Bueno, a medias. Lo he pasado fatal, con aquel tubo metido en el esternón, la máscara de oxígeno y casi sin poder respirar, creía que me ahogaba, que me moría, no podía ni moverme de la cama. Y todo el tiempo pensando en Daniel, como una idiota.
Y por fin me han dado la noticia: tengo un linfoma no Hodgkin (no estoy segura de si se escribe así
, ni tampoco sé muy bien lo que es), de células grandes, muy maligno al parecer. Pero algo es algo. Al menos ya sé lo que tengo. Ya puedo ponerle nombre. Ahora empezarán con la quimioterapia, por fin, durante unos seis meses. Sólo tres si da buen resultado.
Y también he descubierto otra cosa: que Daniel nunca me quiso. Y que tengo que empezar a olvidarle porque no merece que le quiera.

martes, 9 de septiembre de 2008

El gato y el cohete

Antes tenía miedo de que llegara la noche porque no podía dormir y oía al gato maullar lastimeramente bajo mi ventana cuando había luna llena.
El gato era gris y blanco como la cara de la luna y le gustaba sentarse bajo mi ventana sobre la hierba húmeda de rocío, al pie del ciruelo que mi abuelo plantó junto a la tapia del jardín. Cuando le oía me ponía mi jersey de lana morada para no tener frío y me asomaba; el gato se callaba y me miraba con sus brillantes ojos, como dos linternas pequeñas y verdes, y parpadeaba mirándome. Yo sentía un escalofrío y me rascaba la barba y empezaba a temblar.


Una noche que no podía dormir oí en la radio que tengo en mi mesilla de noche que Europa iba a lanzar su primer cohete espacial a la luna. Lo estaban terminando de construir en algún lugar secreto y pronto estaría listo. El comentarista de la radio dijo que corría el rumor de que no iban a mandar el cohete vacío, sino que dentro viajaría un ser vivo. No sabían si sería un perro, un mono o una rata blanca de laboratorio.
A partir de esa noche, vi al gato gris y blanco sentarse bajo mi ventana más a menudo mirando a la luna y maullando con más fuerza y durante más tiempo. Se tiraba toda la noche y yo permanecía en la ventana mirando al gato y a la luna y entendía perfectamente lo que decía. Decía que quería ir a la luna.
Se lo conté a mis sobrinos y se rieron mucho de mí y dijeron que estaba pirado. Mis sobrinos se suelen reír mucho conmigo pero no me preocupaba porque me gusta verles tan contentos oyendo mis historias.
A la mañana siguiente mi hermana me llevó al médico. El médico dijo que siguiera tomando las dos pastillas diarias, una por la mañana y otra por la noche y me explicó con palabras sencillas que permanecer estable es bueno y que para seguir así no debería mirar tanto a la luna.
La noche siguiente había luna llena pero no había visto al gato. Me acosté pronto sin asomarme a la ventana, como me aconsejó el médico, pero de madrugada me desperté muy nervioso, con la boca seca y el corazón latiendo muy rápido, me bebí dos vasos de agua seguidos, puse la radio y oí que el cohete ya estaba listo para ser enviado a la luna. Me asomé para buscar al gato, y no le ví por ninguna parte. Por la radio seguían retransmitiendo el lanzamiento. Mientras miraba por la ventana vi una estrella brillante que se movía junto a la luna unos segundos y luego desapareció.

Han pasado varias semanas desde que lanzaron el cohete a la luna y no he vuelto a ver al gato gris y blanco. Los científicos y los expertos dicen que ha sido todo un éxito, que el cohete llegó a la luna sin novedad, que aterrizó por control remoto, que bajó un robot para explorar la superficie lunar y coger muestras y luego por control remoto también volvió a despegar y entró en la atmósfera terrestre y amerizó. Dicen que el robot sufrió un desperfecto y no pudo volver al cohete y se quedó en la luna para siempre.
Ahora antes de irme a dormir me asomo a la ventana todas las noches y cuando hay luna llena la observo atentamente durante un largo rato, procurando que mi hermana no me vea, y siempre, siempre, veo un par de luces más brillantes, casi verdes, en medio justo de la cara gris y blanca de la luna, que se encienden y se apagan como si parpadearan. Y ya no tengo miedo.

Limpieza

Armada con destornillador y paciencia, emprendo la tarea. Con una banqueta para subirme a las alturas, y un martillo por si algún tornillo se resiste.
Comienzo a quitar el primer tornillo, que se resiste y tengo que ejercer un poco más de fuerza, pero acaba por ceder y se desenrosca y cae en mi mano y luego al suelo, y el panel de madera se desprende. Sigo con el segundo, tercero, cuarto tornillo, uno a uno cayendo al suelo, inservibles.
Empiezo a estar empapada en sudor, así que me desprendo del jersey, como me estoy desprendiendo de los viejos tornillos.
Poco a poco, quito las puertas y las baldas, sólo permanece la estructura, firme aún, apoyada contra la pared, resistiendo. Mis gatos curiosos se suben a los estantes, olisquean, buscan, se aburren por fin.


Me paro unos minutos para tomar aliento. La tarea es más ardua de lo que había pensado, pero la música rock de la radio me anima a seguir, y después de tomar un vaso de agua con limón continúo la tarea.
Las baldas y las puertas se van acumulando en el pasillo, esperando su momento de ser depositadas en la acera, junto al contenedor de basura, inútiles, vacías. Los paneles de haya (quizá sólo es contrachapado, quién sabe) no pesan mucho, pero mis brazos no están acostumbrados al ejercicio físico.

Por fin la pared aparece vacía, tal como la había imaginado. Blanca. Polvorienta. Telarañas grises cuelgan reproduciendo la silueta del antiguo mueble. Termino la faena quitando todo rastro de telarañas y polvo y paso la fregona por el suelo. Ahora sí, ahora ya queda un espacio vacío para poder ser ocupado.
Me paro a contemplar mi obra. Respiro hondo, muy hondo, noto como si me hubiese quitado un peso de encima. Un gran peso. Sonrío a la blanca pared. Enseguida suena el timbre. Son los de Ikea, trayendo los muebles nuevos.
Me atuso el pelo, me limpio el sudor de la frente y abro la puerta a lo nuevo.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

El Blefarófago




Del Blefarófago tenemos conocimiento por el diario del reverendo y naturalista Horace P. Lawrence que impartió su labor pastoral a principios del siglo XIX, entre las tribus del Pacífico sur. Dice en una de sus páginas:

«Los indígenas parecen adorar a un ser al que llaman Akh-tar (el que todo lo ve) o Al-Akh-tar (el que te hace ver). Se alza sobre dos largas patas de casuario que le permiten alcanzar grandes velocidades, incluso en las zonas de selva más espesa. Su tronco escamoso se asemeja al de un varano, así como sus manos, cortas y de garras afiladas, y su cabeza alargada de reptil con un solo ojo enorme encima de las fauces. Dicen que su aliento es hediondo hasta la intoxicación y que con su larga lengua puede rodear incluso el cuerpo del hombre más fuerte. Su cola ancha y musculosa acaba en un aguijón cuyo veneno inmoviliza a sus víctimas, dejándolas paralizadas pero conscientes, situación que aprovecha para devorar sus párpados y observar durante horas la mirada desorbitada de su presa. Los pocos que sobreviven al ataque del Blefarófago se sumen en una fiebre alucinógena. Incapaces de cerrar los ojos, hablan de la mirada del monstruo, de la sabiduría que les ha transmitido, hasta que sus ojos se secan y su delirio acaba en una muerte que gritan desear para poder unirse al espíritu de Al-Akh-tar»
El culto a esta criatura se extendió por varios archipiélagos durante milenios, como han demostrado los hallazgos de piezas de cerámica y algunos petroglifos, como aquel junto al que se encontraron el diario y otras pertenencias de H. P. Lawrence, con el símbolo del ojo sangrante.

El reflejo y la sombra


La Guardiana del lago tocó suavemente su reflejo con la punta de los dedos y las ondas distorsionaron su imagen y la de los árboles que la rodeaban sobre la laguna. Juntos parecieron bailar brevemente sobre las nubes reverberantes y sus ramas intentaron acariciar su melena color fuego sobre la superficie acristalada.

Comenzó su rutina por última vez: recogió el agua con su pequeño cántaro y fue acercándose a cada uno de los árboles que se erguían alrededor del estanque. Tocó la corteza rugosa de los robles centenarios, de gruesos castaños con bocas tristes, de hayas aferradas a la tierra como una mano desesperada. A todos les llamó por su nombre verdadero, susurrado en el idioma secreto que desaparecería con ella, mientras humedecía con calma la base de cada uno, mojando despacio las zonas donde los gigantes se escondían bajo el manto de musgo.
Como cada tarde, la dama se giró hacia el oriente oteando el árido horizonte ondulado y su túnica blanca levantó una brisa fresca que los árboles agradecieron con un murmullo de hojas, un callado crepitar de tiempos pasados. En la lejanía, en el único camino polvoriento que atravesaba el páramo, la Guardiana distinguió la figura que esperaba: el anciano se apresuraba apoyándose en su báculo, arrastrando su sombra que se alargaba por el atardecer como si se resistiera a seguirle, pegándose a la tierra seca. Más allá, al otro lado de las colinas, la oscuridad que empezaba a extenderse se rompía con explosiones de fuego, humaredas azuladas y una nube de polvo que crecía en pos del viajero.
La dama de blanco salió a recibirle hasta el límite del verdor e inclinó la cabeza levemente cuando llegó a su altura.

– Te esperaba. Eres el último – le dijo.
– Me persiguen. Nuestro tiempo se ha acabado. Es el tiempo del hombre.

La Guardiana extendió el brazo en una invitación al peregrino polvoriento señalándole un pequeño claro entre los árboles, el hueco hacia el que se encaminó el anciano. Ella se acercó hasta la laguna y muy despacio se introdujo en ella. No vio como el último mago hundía su cayado en la tierra blanda, ni como su sombra crecía cada vez más frondosa, plena de ramas añejas y hojas recientes, ocultándose del estallido de los gritos, del retumbar de los cascos de los caballos y del roce de las armaduras que irrumpían en la paz de aquel refugio, justo después de que ella se fundiera con su reflejo limpio y transparente y de que este, con un gesto rápido, se hundiera en las profundidades del agua cada vez más oscura.

martes, 12 de agosto de 2008

Se pararon delante del portal. Recelosa, Clara tiró un poco hacia atrás de la mano que llevaba agarrada a su madre: la luz de la tarde parecía quedarse esperando fuera, remisa a penetrar en el interior, rechazando la invitación a atravesar el umbral a pesar del portalón abierto. Adela, su madre, se agachó hasta ponerse a su altura y sonriéndole le revisó el vestido de domingo, estirando frunces y ajustando lazos innecesariamente, y le colocó los bucles un par de veces para dejarlos como estaban.

– No te asustes –, le dijo – yo también estoy nerviosa pero quiero que tu abuela te conozca. ¡Si tu padre pudiera ver lo guapa que estás!

Atravesaron la entrada y se sumergieron en la oscuridad hasta que Adela encontró la llave de la luz. Un tímido resplandor amarillento surgió de un par de bombillas tristes que colgaban, de lo que a Clara le parecieron siniestros gusanos retorcidos agazapados en el techo, y que apenas iluminaban la empinada escalera de madera, una pendiente inmensa que moría en la penumbra del primer rellano.

– Sólo es un piso. Sólo es un piso – repitió bajito Adela.

Al ascender, los escalones se quejaron con tonos graves, inseguros, susurrando amenazas en un idioma desconocido. Clara subió agarrando con su mano sudorosa las barras negras que unían la escalera con la barandilla inaccesible.

Se plantaron delante de la puerta enorme, con una mirilla grande y dorada, y la figura de un cristo que se camuflaba en la madera oscura. Su madre se estiró un par de veces la falda tableada y carraspeó antes de llamar al timbre. El sonido les llegó apagado desde el interior y pasó una eternidad hasta que la mirilla se abrió bruscamente y se volvió a cerrar con un chasquido metálico. Clara contuvo la respiración, resguardada como podía detrás de la falda de su madre, mientras la puerta se abría despacio. La anciana era altísima. Su figura enjuta y enlutada desde el cuello hasta más allá de los tobillos, apenas se distinguía de la penumbra del interior y solamente su rostro pálido con la barbilla altiva, y las manos juntas con desidia sobre el regazo, parecían desprender una fosforescencia lúgubre.

– Pasad. Así que esta es tu hija – dijo la voz firme sin mirar a Clara.
– He traído unas pastas – contestó Adela.

La vieja cogió la cajita y la tiró con desprecio sobre una mesita de la entrada y les guió por el interior. A Clara la casa le pareció un laberinto enorme y agobiante; el pasillo larguísimo estaba flanqueado por habitaciones tenebrosas, salones lóbregos llenos de sombras silenciosas. La casa era más grande que la pensión donde ella y su madre vivían.

– Clara –, dijo la anciana – ¿Por qué no te quedas aquí mientras hablamos tu madre y yo?

Clara se quedó temblorosa en un saloncito, esforzándose por no sollozar. Los cortinones espesos y la caoba de los muebles se tragaban cualquier sonido y parecían absorber insaciables casi toda la luz. Al rato de estar allí se aventuró a acercarse a la estantería que llegaba hasta el techo y donde se alternaban figuras de santos y fotografías antiguas.
Entre ellas descubrió la misma foto que su madre tenía encima de la mesilla. El hombre joven y sonriente, vestido de uniforme, la imagen familiar de alguien desconocido que Adela y Clara besaban cada noche antes de dormir en la cama que compartían.

De repente oyó a su madre por el fondo del pasillo,

– ¡Escúcheme! ¡Ni por todo el oro del mundo! ¿Entiende? ¡Ni por todo el oro del mundo renunciaría a ella!

Adela la cogió de la mano y salieron apresuradas a la calle. A Clara incluso la oscuridad de la noche que caía sobre la ciudad le pareció luminosa, y se sintió una chica valiente por no interrumpir las lágrimas de su madre para decirle que le hacía daño de lo fuerte que le agarraba la mano.

Luis del Gozo

sábado, 26 de julio de 2008

AFRODITA o la lista de los treinta a los cuarenta

Después de haberme deshecho de mi novio de toda la vida que resultó ser un maniaco depresivo con brotes paranoides, me vi en la necesidad imperiosa de buscar una presa fácil. Me lié con un recién divorciado encantador pero con dos niñas adolescentes que me hacían la existencia imposible. Cuando terminé esa relación a cuatro bandas tuve clara una cosa: jamás tendría hijos. Después vino mi favorito, el fontanero de Móstoles.

Un primor, un culo, unas manos, una lengua, un ya saber qué. Pero me dejó porque decía que veníamos de dos mundos diferentes, que yo era demasiado mujer para él, que cómo me iba a presentar al Nano y al Toribio, sus amigos de toda la vida, que bla, bla, bla. Después vino el escritor. Almas gemelas, creía yo. Muchas palabras y poco sexo. Uffff. Duré bastante, la verdad, de enero a junio, pero en verano me fui a hacer un curso de vela, se me cruzó el patrón y acabé viviendo en un barco amarrada en el puerto de Ibiza. En verano muy bien pero en invierno no tiene ningún encanto estar balanceándose dentro de una caja de madera, te lo digo yo. Echaba de menos mi cama, mi escritorio, mis cositas y no colaba más en el trabajo eso de que la investigación de los centros de droga en la costa española estaba durando más de lo previsto. Después vino el súper abogado del ego grande, el todo terreno aún más grande y el pene más pequeño que he visto en la vida (¿quién ha dicho que el tamaño no importa?). Después, espera que piense, ¡ah sí!, el decorador de teatro. No estábamos mal, pocas palabras, mucho sexo, hasta que en una revisión rutinaria del gine dí positivo en una venérea que se pegaba por la saliva. Cuando me dijo el médico: «dile a tu chico que se lave bien la boca después de haber tenido relaciones con alguien» casi vomito. Después el ecologista vegetariano estricto. Ni carne, ni pescado, ni huevos, ni leche ni ná de ná. Me pasé comiendo alpiste tres mes porque él no soportaba los olores de mi comida, y no pude más —aunque me vino muy bien para adelgazar. Déjame pensar… Mmm. ¡Es verdad! Después vino Carolina, la enfermera del centro de planificación familiar. Buena chica. Pero eso fue un lapsus que me hizo entenderme más a mí misma. Después el ingeniero de teleco. Yo era de Venus y él de Marte y, para colmo, no era demasiado bueno en la cama. La primera vez pensé que sí pero eran los efectos del alcohol, claramente. Después el jefe de recursos humanos de una multinacional. ¿Cómo no se me ocurrió que un tipo que se dedica a joder sin escrúpulos al personal después iba a ser una florecilla del campo en casa? Quita, quita. Después, el becario. Error, craso error. Pobre, le quitaron la beca porque no hacía nada de nada, embobado persiguiéndome por toda la oficina, pero le hice una carta de recomendación estupenda —me mataba la culpa— y ahora, incluso me lo agradece. Ahora estoy con Miguel. Creo que su mayor virtud es que está casado. Estamos juntos cuando podemos. No soportaría vivir con nadie. Estoy en mi casa, con mis cosas y mi trabajo, sin exigencias, sin ataduras. Un amor dosificado, sin turbulencias. Es perfecto.

viernes, 25 de julio de 2008


Lito I

«Es normal».
Golpe, golpe.
Blanco doliente.
No pensar.
El cielo se abre en mis ojos cerrados.

«Es normal».
Fuerte, ¡fuerte!
Las manos dentro. Aguanta.
No mirar.
Tiembla el desecho de mil membranas.

«Es normal».
Miedo, ¡tiempo!
Parto de tierra.
Despertar.
Se evaporan los colores y queda mi fragilidad.

Lito II

«Es normal».
Golpe, golpe.
Blanco doliente.
No pensar.
El cielo se abre en mis ojos cerrados.

«Es normal».
Fuerte, ¡fuerte!
Las manos dentro. Aguanta.
No mirar.
El cielo se pudre en mis ojos grapados.

«Es normal».
Miedo, ¡tiempo!
Parto de tierra.
Despertar.
El cielo, el cielo siempre, después de todo.

Gloria Lao García, 07 de julio de 2008

Dylan


Arganda del Rey, Madrid (España). 6 de julio de 2008. 21.00. Detrás del gigantesco escenario el sol del ocaso incendia el páramo que es el sureste madrileño. Delante, una multitud y yo esperamos entre el ventarrón arenoso y caliente a golpe de cerveza, mirando las pantallas donde se proyectan anuncios y consejos que recuerdan un poco a 1.984 o a Un mundo feliz.
De repente las pantallas se apagan y se enciende el escenario. Señoras, señores, abran paso a la Historia, que se presenta, como toda su banda, de negro riguroso sólo aliviado por un gran sombrero gris. La Historia tiene el rostro apergaminado y no saluda; directamente se arranca con el primer corte del primer disco que me compre en mi vida, Rainy day women (“¡todo el mundo debería estar colocado!”). Sigue cantando sin mirar al público, con su grupo eléctrico y poderoso y su voz rota y nasal ¿canta bien?, ¿canta?, pero eso ¿le importa a alguien? El concierto continúa a golpe de blues, algún toque de jazz y un poquito de rock´n´roll. En las pantallas gigantes aparece algún primer plano y parece que…¿sonríe?. ¡SONRÍE! Contra todo pronóstico la Leyenda de negro se lo está pasando bien, aunque sólo se dirija a nosotros para presentar a los integrantes de la banda (“¡Joder, Dylan habla! ¡Pero si sabe hablar!” grita un tipo a mi lado con las manos en la cabeza). Regresa a la carretera 61, pasa por la granja de Maggie y se acuerda de aquella chica que hacía el amor como una mujer pero se rompía como una niña pequeña.
No sé que ví en su día, que oí de este judío- católico, altivo y cascarrabias, en este poeta que le robó el nombre a otro poeta y lo hizo más grande, que me atrapó para siempre; que me hizo aprender inglés para entender sus canciones reivindicativas (¡paz y amor, hermanos!) y sus letras surrealistas. Que me llevó por atalayas buscando respuestas en un viento que después pasó a ser idiota; yo también busqué quién me diera refugio para la tormenta, y esperé un aguacero que nunca cayó en unos tiempos que, al final, no cambiaron.
La Leyenda se retira sin despedirse, sin hablar, sin mirar. Pero vuelve. Suena el órgano: la mejor canción de la historia empieza como un cuento “Once upon a time you dressed so fine…”. Ésta nos la sabemos. Nos la sabemos entera. Nos la sabemos todos y todos la cantamos; la aullamos a la Luna que ya está arriba, mientras que con las manos alzadas casi podemos tocar los aviones que llegan de todas partes camino del aeropuerto cercano. Gritamos a la noche la historia de la chica rica y arrogante que después, pobre y engañada, descubrirá la sinceridad en los ojos de un vagabundo.
El concierto termina y la Historia se va. Probablemente no nos volvamos a encontrar pero ya lo puedo decir: señores, señoras, he visto, he escuchado, he disfrutado a Bob Dylan en directo.

lunes, 21 de julio de 2008

Ninguno se queda

Mi gato Cluny entra en el salón siempre que estoy acompañada. Con el rabo alzado, se restriega contra las patas de las sillas, contra el sofá, contra la pierna de mi amigo. Le mira fijamente, esperando una caricia o una señal de reconocimiento. Me mira a mí y maúlla bajito, muy grave, casi un quejido. Yo lo acaricio e intento tranquilizarle, susurro su nombre. Noto su lomo negro y brillante bajo mis dedos y le digo “Es que no le conoces, ¿verdad?”. Mi amigo de turno a veces le dice algo, le acerca un dedo temeroso y le roza la nariz mientras hace una mueca. Alguno hasta le toca el lomo. Si es otro amante de los gatos como yo, le acaricia desde la cabeza hasta la punta del rabo y alaba lo bonito que es. Cluny se solaza con la caricia y ronronea estruendosamente y yo suelto la carcajada.

Pero la mayoría ni se inmuta, o le miran con recelo, desconfiando, “Es que me van más los perros”, alegan a modo de disculpa, “No te puedes fiar de los gatos, son muy suyos, muy ariscos”. Yo sonrío de medio lado y me callo y veo a Cluny sentarse a cierta distancia del visitante, y mirarle unos segundos con los ojos entornados y las orejas hacia atrás, y luego darle la espalda, muy digno. Cuando mi amigo sale por la puerta, Cluny vuelve hacia mí, restregándose con las patas de la mesa y con todas las esquinas que encuentra.

Desde que se fue mi ex, Cluny no ha encontrado un compañero de juegos. Él jugaba con el gato asomándose por la puerta de la cocina, mientras Cluny le miraba desde lo alto del armario, maullando bajito y grave, retorciéndose allá arriba. El juego del gato y el ratón, lo llamaba yo, aunque no sé bien quién era el gato y quién el ratón, y les miraba divertida, con una sonrisa en la boca y la mano en la cara. Yo no sabía jugar de la misma forma. Hace ya unos años que me dejó mi ex, y sé que mi gato le echa más de menos que yo, al menos ahora, pasado el tiempo. Y cada uno de los amigos que me visita es observado por sus alargadas pupilas, buscando algún parecido con mi ex, esperando que juegue con él al gato y al ratón.

Cuando alguno le cae bien, se nota porque nos mira con los ojos muy abiertos y las orejas hacia delante, ronroneando con fuerza, mientras nos cogemos las manos y nos besamos en el sofá. Si el chico se queda a dormir, a menudo me despierto en mitad de la noche y en la penumbra veo, más allá de la espalda de mi amante, en el borde de la cama, unos ojos que brillan y escucho un suave ronroneo. Sé entonces que Cluny le aprueba definitivamente. A veces mi amigo se despierta y no se sorprende de ver al gato a su lado, le roza ligeramente el hocico y luego se vuelve hacia mi y yo suspiro y le beso y tardamos horas en volver a dormirnos. Por la mañana, me levanto con el relax que produce una noche de amor, dejando a mi amante aún entre las sábanas revueltas, desperezándose. Veo a Cluny que corre hacia la cocina, dispuesto a saltar sobre el armario a la menor señal. Yo deseo con todas mis fuerzas que este chico sepa jugar al gato y al ratón. Pero mientras empiezo a preparar el desayuno oigo que dice “No me puedo quedar a desayunar, nena, llego tarde”. Se viste, recoge el móvil y el tabaco, me da dos besos rápidos en la boca y sale por la puerta. Me quedo con el paquete de leche en la mano, mirando la puerta. Cluny sale despacio de la cocina, va hacia la ventana del salón y se sienta cabizbajo en el alféizar, mirando hacia la calle. Ya no ronronea. No maúlla. Y le entiendo. Y sé cómo se siente y se me encoge el corazón y no sé cómo explicárselo. “Sí, este también se ha ido”, le digo suavemente. Y me pone triste ver tan triste a mi gato.

domingo, 20 de julio de 2008

El cuello de tu camisa

(1ª versión)
Me sumerjo en tu cuello, para perderme, para desaparecer. Mientras me abrazas, mis labios recorren esa fina piel que palpita, al borde de tu camisa. Y todo se esfuma (la música y los amigos y las copas), y respiro más fácilmente, y algo se abre dentro de mí y siento que he llegado a casa por fin, después de tanto tiempo desterrada.


(2ª versión)

Me sumerjo en el cuello de tu camisa,
rozo apenas la piel que palpita.
Todo lo demás desaparece.
Mi mundo ahora es de tela azul
que huele a plancha y a casa.
Me disuelvo entre moléculas de algodón,
me diluyo en tu sudor,
soy mitad mujer y mitad fibras húmedas.
Y me pregunto cómo he podido ser sólo mujer tanto tiempo.


(3ª versión)

Me sumerjo en el cuello de tu camisa,
rozando apenas la piel sudorosa.
Mi mundo es ahora de tela azul
que huele a plancha y a casa,
y me disuelvo entre moléculas de algodón,
mitad mujer y mitad fibras húmedas.
Y me pregunto cómo he podido ser sólo mujer tanto tiempo,
Y todo lo demás se esfuma
Y algo se abre dentro de mí y siento que he llegado por fin a casa
después de tanto tiempo desterrada.


lunes, 14 de julio de 2008

poesía 8

A los niños Julián 8

Le miré a los ojos y decidí devorarle.
Empecé por los pies deshuesando cada mínimo dedo.
Relamiéndome en cada pequeño bocado mientras él buscaba en el techo infinito.
De un mordisco me llevé cada pierna; las rodillas, los muslos, desgarrando y masticando lo dulce de aquella vida.
Engullí sus entrañas y su sangre caliente pintó mi rostro de amor.
Sus manos; chupar y despellejar despacio este manjar de dioses.
Y al final la cabeza, tragarla entera, aun viva mirando al techo.
¡Que te como mi vida, que bonito eres!
Guapo.

De Humanos Julián 8

En a la calle
Me agarran del cuello y me llevan al cuarto
Me arrancan la uñas
Duermo en el suelo mojado con un sol frío siempre luciendo
Y gritan mi nombre, y gritan, y gritan los nombres de los que yo no se nada
La bañera rebosa y no me queda aire
La bolsa en la cara y no me queda aire
Quieren que firme papeles en blanco mientras las descargas revientan mi escroto
Me muestran las fotos de los que yo no se nada
Señalan sus rostros y apagan colillas en mi espalda molida
La tenaza en la mano y un diente en la mesa
Y gritan mi nombre, y gritan, y gritan los nombres de mis padres y hermanos
Firmo la ruina de los desconocidos
Con la mano rota, con la cara rota, con el llanto roto
Y con el corazón muerto de miedo y vergüenza.
Salud

“¿Vivir es fácil…!”

“¿Vivir es fácil…!” Julián 7.

“Me llamo Joseph de Palma y voy a cambiar de vida.
La vida, casi siempre, es como uno se la cuenta y yo me la estoy contando mal.

Esto de cambiar de vida hay que pensarlo con cautela, con tiempo, aunque yo lo hice de un día para otro porque estaba muy quemado. Lo decidí mientras nos visitaba la madre de mi señora. Me lo dije para dentro y sonreí, lo recuerdo perfectamente porque mi esposa me preguntó que de que me reía, me hice el loco y le dije que estaba encantado de que nos visitara su madre. En sus ojos vi la sospecha, la conozco y sé que no se fía de mí.
La primera decisión que tomé en esta nueva vida fue dejar a mi señora. No es que no la quiera, pero bueno, o tomo grandes medidas o esto ni es cambio de vida ni es nada.

Al principio me daba un poco de pena abandonarla, por si se aburría, pero hace una par de días me di cuenta de que nuestro hijo está empezando a balbucear, así que ya tiene con qué entretenerse.

Se me ocurrió una idea brillante para que mi señora no sufriera mucho por mi abandono: le escribí una carta explicándoselo todo, eso si, lo hice en francés para tener algo de tiempo en la huida mientras ella aprendía el idioma.

Bueno, pues ya está, dejé a mi señora con mi hijo balbuceante y allá me fui al universo de posibilidades que es de la vida.

Puede que elegir el camino a veces sea difícil pero para mí ha resultado muy sencillo, tan sólo estuve un rato mirando al sol y vi la luz: Superhéroe… ¡Qué bien cuando uno elige su transitar, se respira mucho mejor…!
Eso es lo que voy a ser en mi nueva vida, superhéroe. Pero no de esos de mucho músculo y tal, no, yo soy de tripa y calvorota, además, los tíos cachas me caen muy mal, o son maderos o porteros chungos de discoteca. No, yo voy a ser otro tipo de superhéroe, más normal, más de a pie de calle. Tal vez no logre salvar al mundo de las maldades de los “neocons”, pero intentaré hacer feliz a más de un “desgraciao”.

¡Ay que ver que bien me siento de superhéroe y eso que acabo de empezar…!”

Y así fue como Joseph de Palma entró en una de las bodegas de su barrio a las diez de la mañana con una sonrisa de oreja a oreja.


-Buenos días Antoño, buenos días compañeros y vecinos de barrio…
-buah- responden sin mucha gana.
-…pon de beber a todos estos que hoy invito yo…

Y así fue como los ocho o diez parados que había en la bodega leyendo apáticos el Marca, se giraron y sonrieron a nuestro superhéroe.

-…y de comer, que es la hora del pincho y ya rasca la barriga- añadió el gran Joseph de Palma.

En un despiste del Antoño, nuestro héroe utilizó uno de sus superpoderes, tiró un par de cañas al suelo y aprovechando que el camarero se puso a fregar escapó sigiloso hacia nuevas hazañas que dieran felicidad a las gentes de a pie.
En dos días había fotos de nuestro hombre en todos los bares del barrio, se le buscaba y no precisamente para darle una fiesta. Mientras, él paseaba orgulloso con unas zapatillas nuevas que según aseguraba le daban más velocidad.

Otra idea brillante que tuvo, digna del superhéroe que era, consistía en repartir con los demás: “¿Habrá algo más de superhéroes?”.

Y cuando digo repartir con los demás, no me refiero a los más necesitados, si no simplemente a los demás, a cualquiera de los demás.

“El plan es sencillo; pasearé por las calles del centro silbando para pasar desapercibido, y en cuanto vea a un tullido pidiendo limosna se lo quito todo y echo a correr. Eso si, cuesta abajo. ¡Ay! lo que daría yo por tener una buen capa. Y luego, a hacer el bien repartiendo todas las ganancias del pedigüeño entre cualquiera que se me cruce, sin miramiento (los superhéroes somos de hacer el bien, no miramos a la gente con lupa), lo mismo le reparto a un calvo que a uno con bigote.

¡Que a gusto se está haciendo el bien…!”

Desde que nuestro hombre se hizo superhéroe, un par de días, cambió radicalmente su alimentación. Sustituyó la dieta mediterránea por pilas a medio gastar y lubricantes usados pues, según él, con este nuevo sustento no habría nadie que le parara esos pies que Dios le había dado.

Al día siguiente le ingresaron en el hospital para amputarle los pies engangrenados por una intoxicación severa producida por el mercurio de las pilas que había ingerido… Mas no terminaron ahí sus problemas. Varios tullidos del centro hospitalario le reconocieron y le estuvieron apaleando hasta el agotamiento. Tras la refriega de palos, la policía tuvo que escoltarle para abandonar el sanatorio. Cuando más tarde llegó a su barrio, fue recibido a botellazos por el gremio de hosteleros y pasadas varias horas dando tumbos de dolor, consiguió llegar al portal de su casa. Aún le quedaba la esperanza de que su mujer no hubiera descifrado la carta.

Piiiiii (el telefonillo)


- Oui?- sonó al otro lado del aparato.
- Hola Alicia, ábreme que subo- respondió nuestro superhéroe venido a menos.
- Oui? Oh la la- volvía a sonar en perfecto francés.
- Pero qué “oh la la” mi vida, que soy yo, Joseph de Palma, abre la puerta que subo, que estoy muy cansado..
- Oui? Oh la la, voilà- respondió ella, que por lo visto si había aprendido francés.
- Por lo que más quieras corazoncin, que estoy molido- y no mentía el pobre.
- ¿Molido? ¿Molido?- se arrancó su señora abandonando el francés con una voz aguda, chirriante, y veloz, como salida del infierno de los teleñecos- ¿Molido? Sube “p´arriba” que te vas a enterar tú de lo que es estar molido, que me tienes loca, si ya me lo decía tu madre, ten cuidado con mi hijo que es muy especial, que te llevas una joya. ¡Una polla pa´ti y pa´ tu madre!, anormal, y deja de decir que te llamas Joseph de Palma, tontainas, que te llamas José, Pepito. Anda sube que estoy haciendo una tortilla y como se me quemen las patatas te vas a enterar… ¡ay Dios mío de mi vida!, en qué momento y bla, bla, bla….

Y allá que subió con sus nuevos pies de plástico a su antigua vida que, a veces, según como te la cuentes, puede ser maravillosa.

Salud.