miércoles, 2 de julio de 2008

Carpe Diem

Keis y Naste estaban encaramados en lo más alto de la grúa amarilla que se agarraba al lateral de la Torre Espacio, a varios metros sobre su azotea, en el complejo de las Cuatro Torres madrileñas, junto a la Castellana. Balanceaban sus piernas en el vacío mientras el sol se ponía detrás del Hospital de La Paz. Naste tenía la piel marrón oscuro, el pelo rapado al uno y la voz algo ronca. El pelo de Keis era largo y su nariz aguileña, y guiñaba el ojo izquierdo cuando se quedaba pensativo. Los dos iban vestidos con camisa y pantalón negros, sin ningún distintivo. Eran dos ángeles encargados de acompañar a los moribundos del hospital en sus últimos momentos.


—Hoy la he vuelto a ver saliendo del Hospital de Día —dijo Keis mirando fijamente al sol.

—¿Aún sigues dándole vueltas a ese asunto? —exclamó Naste.

Keis se quedó callado unos segundos y suspiró.

—Tengo que hacerlo.

—Vamos, Keis, no digas estupideces. ¿Y quieres renunciar a todo lo que tienes?

—Me aburre la eternidad, Naste —dijo Keis mirándole a los ojos—. Me aburre infinitamente.

—¿Que te aburre la eternidad? La eternidad es cojonuda, tío. Y no tener dolores ni enfermedades ni morir nunca y poder trasladarse con la velocidad del pensamiento, ¿eso también te aburre?

Keis sólo movió la cabeza arriba y abajo, muy despacio. El sol cada vez estaba más rojizo.


—¿Y quieres perder todo eso a cambio de qué? —continuó Naste— ¿De conocer a una pobre chica enferma de cáncer que va a morir en pocos meses? No te va a servir de nada, y a ella menos.

—Quiero saber lo que es amar a una sola persona.

—¿Pero te estás oyendo, tío? —Naste arrugó la nariz y ladeó la cabeza. Keis no le escuchaba.— Tú te has dado un golpe en la cabeza al subir a la grúa, ¿verdad?

—No ayudamos bien a morir, Naste, porque no sabemos lo que es sufrir ni sabemos lo que es amar. ¿De qué nos sirven todos nuestros poderes y nuestra capacidad de amor infinito hacia todo el género humano, si no sabemos lo que es amar a una sola persona? —Keis movía las manos y se balanceaba sobre la grúa— Nos plantamos junto a la cabecera de un pobre hombre que agoniza mandándole todas nuestras hermosas y maravillosas vibraciones, pero no le conocemos ni le amamos como individuo, sino como una minúscula parte de la Humanidad. Eso no es amar. No hacemos bien nuestro trabajo, Naste.

—No lo digas muy alto, Keis, que como te oiga el jefe —y alzó la vista al cielo— te enviará durante tres siglos a la Antártida, para ayudar a morir a los pingüinos.

—No hará falta. Me voy a lanzar. —La única forma de dejar de ser ángel y volverse mortal era lanzarse al vacío desde una altura tan considerable como aquella en la que se encontraban.

Naste le observó durante unos segundos con una expresión extraña, mezcla de incredulidad y compasión, y después exclamó:

—Decidido, estás loco de remate. Paso de intentar convencerte. Haz lo que te dé la gana. —Se puso de pie y se esfumó en el aire.

Keis, ya solo, miró hacia abajo, vio la última planta del rascacielos a unos diez metros bajo sus pies, y doscientos y pico metros más abajo vio el asfalto de la calzada. Miró el hospital, recortado sobre el horizonte por donde el sol se moría poco a poco. Recordó una vez más a la muchacha con la cabeza cubierta por el eterno pañuelo verde y sus brazos, blancos como un folio sin escribir, acribillados por la quimioterapia. Deseó tocar esa piel con la punta de los dedos. Volvió a mirar los centenares de metros de vacío que le separaban de la mortalidad. «¿Me dolerá?», pensó fugazmente. Respiró hondo un par de veces y tomando impulso se lanzó al vacío como si se zambullera en un mar muy profundo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ali... qué romántico, es precioso. Me recordó la película City of Angels.
Jolín, me has dejado patidifusa.
Kiss.

Alicia dijo...

Muchas gracias, Gloria, así es, me inspiré en esa peli...me gustó mucho.

besitos

Anónimo dijo...

Alice, me ha gustado muchísimo la idea y como lo has plasmado. ¡enhorabuena! por este relato estupendo. Vaya nivel que teneis los que habéis seguido con los cursos de escritura.