martes, 9 de septiembre de 2008

El gato y el cohete

Antes tenía miedo de que llegara la noche porque no podía dormir y oía al gato maullar lastimeramente bajo mi ventana cuando había luna llena.
El gato era gris y blanco como la cara de la luna y le gustaba sentarse bajo mi ventana sobre la hierba húmeda de rocío, al pie del ciruelo que mi abuelo plantó junto a la tapia del jardín. Cuando le oía me ponía mi jersey de lana morada para no tener frío y me asomaba; el gato se callaba y me miraba con sus brillantes ojos, como dos linternas pequeñas y verdes, y parpadeaba mirándome. Yo sentía un escalofrío y me rascaba la barba y empezaba a temblar.


Una noche que no podía dormir oí en la radio que tengo en mi mesilla de noche que Europa iba a lanzar su primer cohete espacial a la luna. Lo estaban terminando de construir en algún lugar secreto y pronto estaría listo. El comentarista de la radio dijo que corría el rumor de que no iban a mandar el cohete vacío, sino que dentro viajaría un ser vivo. No sabían si sería un perro, un mono o una rata blanca de laboratorio.
A partir de esa noche, vi al gato gris y blanco sentarse bajo mi ventana más a menudo mirando a la luna y maullando con más fuerza y durante más tiempo. Se tiraba toda la noche y yo permanecía en la ventana mirando al gato y a la luna y entendía perfectamente lo que decía. Decía que quería ir a la luna.
Se lo conté a mis sobrinos y se rieron mucho de mí y dijeron que estaba pirado. Mis sobrinos se suelen reír mucho conmigo pero no me preocupaba porque me gusta verles tan contentos oyendo mis historias.
A la mañana siguiente mi hermana me llevó al médico. El médico dijo que siguiera tomando las dos pastillas diarias, una por la mañana y otra por la noche y me explicó con palabras sencillas que permanecer estable es bueno y que para seguir así no debería mirar tanto a la luna.
La noche siguiente había luna llena pero no había visto al gato. Me acosté pronto sin asomarme a la ventana, como me aconsejó el médico, pero de madrugada me desperté muy nervioso, con la boca seca y el corazón latiendo muy rápido, me bebí dos vasos de agua seguidos, puse la radio y oí que el cohete ya estaba listo para ser enviado a la luna. Me asomé para buscar al gato, y no le ví por ninguna parte. Por la radio seguían retransmitiendo el lanzamiento. Mientras miraba por la ventana vi una estrella brillante que se movía junto a la luna unos segundos y luego desapareció.

Han pasado varias semanas desde que lanzaron el cohete a la luna y no he vuelto a ver al gato gris y blanco. Los científicos y los expertos dicen que ha sido todo un éxito, que el cohete llegó a la luna sin novedad, que aterrizó por control remoto, que bajó un robot para explorar la superficie lunar y coger muestras y luego por control remoto también volvió a despegar y entró en la atmósfera terrestre y amerizó. Dicen que el robot sufrió un desperfecto y no pudo volver al cohete y se quedó en la luna para siempre.
Ahora antes de irme a dormir me asomo a la ventana todas las noches y cuando hay luna llena la observo atentamente durante un largo rato, procurando que mi hermana no me vea, y siempre, siempre, veo un par de luces más brillantes, casi verdes, en medio justo de la cara gris y blanca de la luna, que se encienden y se apagan como si parpadearan. Y ya no tengo miedo.

Limpieza

Armada con destornillador y paciencia, emprendo la tarea. Con una banqueta para subirme a las alturas, y un martillo por si algún tornillo se resiste.
Comienzo a quitar el primer tornillo, que se resiste y tengo que ejercer un poco más de fuerza, pero acaba por ceder y se desenrosca y cae en mi mano y luego al suelo, y el panel de madera se desprende. Sigo con el segundo, tercero, cuarto tornillo, uno a uno cayendo al suelo, inservibles.
Empiezo a estar empapada en sudor, así que me desprendo del jersey, como me estoy desprendiendo de los viejos tornillos.
Poco a poco, quito las puertas y las baldas, sólo permanece la estructura, firme aún, apoyada contra la pared, resistiendo. Mis gatos curiosos se suben a los estantes, olisquean, buscan, se aburren por fin.


Me paro unos minutos para tomar aliento. La tarea es más ardua de lo que había pensado, pero la música rock de la radio me anima a seguir, y después de tomar un vaso de agua con limón continúo la tarea.
Las baldas y las puertas se van acumulando en el pasillo, esperando su momento de ser depositadas en la acera, junto al contenedor de basura, inútiles, vacías. Los paneles de haya (quizá sólo es contrachapado, quién sabe) no pesan mucho, pero mis brazos no están acostumbrados al ejercicio físico.

Por fin la pared aparece vacía, tal como la había imaginado. Blanca. Polvorienta. Telarañas grises cuelgan reproduciendo la silueta del antiguo mueble. Termino la faena quitando todo rastro de telarañas y polvo y paso la fregona por el suelo. Ahora sí, ahora ya queda un espacio vacío para poder ser ocupado.
Me paro a contemplar mi obra. Respiro hondo, muy hondo, noto como si me hubiese quitado un peso de encima. Un gran peso. Sonrío a la blanca pared. Enseguida suena el timbre. Son los de Ikea, trayendo los muebles nuevos.
Me atuso el pelo, me limpio el sudor de la frente y abro la puerta a lo nuevo.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

El Blefarófago




Del Blefarófago tenemos conocimiento por el diario del reverendo y naturalista Horace P. Lawrence que impartió su labor pastoral a principios del siglo XIX, entre las tribus del Pacífico sur. Dice en una de sus páginas:

«Los indígenas parecen adorar a un ser al que llaman Akh-tar (el que todo lo ve) o Al-Akh-tar (el que te hace ver). Se alza sobre dos largas patas de casuario que le permiten alcanzar grandes velocidades, incluso en las zonas de selva más espesa. Su tronco escamoso se asemeja al de un varano, así como sus manos, cortas y de garras afiladas, y su cabeza alargada de reptil con un solo ojo enorme encima de las fauces. Dicen que su aliento es hediondo hasta la intoxicación y que con su larga lengua puede rodear incluso el cuerpo del hombre más fuerte. Su cola ancha y musculosa acaba en un aguijón cuyo veneno inmoviliza a sus víctimas, dejándolas paralizadas pero conscientes, situación que aprovecha para devorar sus párpados y observar durante horas la mirada desorbitada de su presa. Los pocos que sobreviven al ataque del Blefarófago se sumen en una fiebre alucinógena. Incapaces de cerrar los ojos, hablan de la mirada del monstruo, de la sabiduría que les ha transmitido, hasta que sus ojos se secan y su delirio acaba en una muerte que gritan desear para poder unirse al espíritu de Al-Akh-tar»
El culto a esta criatura se extendió por varios archipiélagos durante milenios, como han demostrado los hallazgos de piezas de cerámica y algunos petroglifos, como aquel junto al que se encontraron el diario y otras pertenencias de H. P. Lawrence, con el símbolo del ojo sangrante.

El reflejo y la sombra


La Guardiana del lago tocó suavemente su reflejo con la punta de los dedos y las ondas distorsionaron su imagen y la de los árboles que la rodeaban sobre la laguna. Juntos parecieron bailar brevemente sobre las nubes reverberantes y sus ramas intentaron acariciar su melena color fuego sobre la superficie acristalada.

Comenzó su rutina por última vez: recogió el agua con su pequeño cántaro y fue acercándose a cada uno de los árboles que se erguían alrededor del estanque. Tocó la corteza rugosa de los robles centenarios, de gruesos castaños con bocas tristes, de hayas aferradas a la tierra como una mano desesperada. A todos les llamó por su nombre verdadero, susurrado en el idioma secreto que desaparecería con ella, mientras humedecía con calma la base de cada uno, mojando despacio las zonas donde los gigantes se escondían bajo el manto de musgo.
Como cada tarde, la dama se giró hacia el oriente oteando el árido horizonte ondulado y su túnica blanca levantó una brisa fresca que los árboles agradecieron con un murmullo de hojas, un callado crepitar de tiempos pasados. En la lejanía, en el único camino polvoriento que atravesaba el páramo, la Guardiana distinguió la figura que esperaba: el anciano se apresuraba apoyándose en su báculo, arrastrando su sombra que se alargaba por el atardecer como si se resistiera a seguirle, pegándose a la tierra seca. Más allá, al otro lado de las colinas, la oscuridad que empezaba a extenderse se rompía con explosiones de fuego, humaredas azuladas y una nube de polvo que crecía en pos del viajero.
La dama de blanco salió a recibirle hasta el límite del verdor e inclinó la cabeza levemente cuando llegó a su altura.

– Te esperaba. Eres el último – le dijo.
– Me persiguen. Nuestro tiempo se ha acabado. Es el tiempo del hombre.

La Guardiana extendió el brazo en una invitación al peregrino polvoriento señalándole un pequeño claro entre los árboles, el hueco hacia el que se encaminó el anciano. Ella se acercó hasta la laguna y muy despacio se introdujo en ella. No vio como el último mago hundía su cayado en la tierra blanda, ni como su sombra crecía cada vez más frondosa, plena de ramas añejas y hojas recientes, ocultándose del estallido de los gritos, del retumbar de los cascos de los caballos y del roce de las armaduras que irrumpían en la paz de aquel refugio, justo después de que ella se fundiera con su reflejo limpio y transparente y de que este, con un gesto rápido, se hundiera en las profundidades del agua cada vez más oscura.