sábado, 26 de julio de 2008

AFRODITA o la lista de los treinta a los cuarenta

Después de haberme deshecho de mi novio de toda la vida que resultó ser un maniaco depresivo con brotes paranoides, me vi en la necesidad imperiosa de buscar una presa fácil. Me lié con un recién divorciado encantador pero con dos niñas adolescentes que me hacían la existencia imposible. Cuando terminé esa relación a cuatro bandas tuve clara una cosa: jamás tendría hijos. Después vino mi favorito, el fontanero de Móstoles.

Un primor, un culo, unas manos, una lengua, un ya saber qué. Pero me dejó porque decía que veníamos de dos mundos diferentes, que yo era demasiado mujer para él, que cómo me iba a presentar al Nano y al Toribio, sus amigos de toda la vida, que bla, bla, bla. Después vino el escritor. Almas gemelas, creía yo. Muchas palabras y poco sexo. Uffff. Duré bastante, la verdad, de enero a junio, pero en verano me fui a hacer un curso de vela, se me cruzó el patrón y acabé viviendo en un barco amarrada en el puerto de Ibiza. En verano muy bien pero en invierno no tiene ningún encanto estar balanceándose dentro de una caja de madera, te lo digo yo. Echaba de menos mi cama, mi escritorio, mis cositas y no colaba más en el trabajo eso de que la investigación de los centros de droga en la costa española estaba durando más de lo previsto. Después vino el súper abogado del ego grande, el todo terreno aún más grande y el pene más pequeño que he visto en la vida (¿quién ha dicho que el tamaño no importa?). Después, espera que piense, ¡ah sí!, el decorador de teatro. No estábamos mal, pocas palabras, mucho sexo, hasta que en una revisión rutinaria del gine dí positivo en una venérea que se pegaba por la saliva. Cuando me dijo el médico: «dile a tu chico que se lave bien la boca después de haber tenido relaciones con alguien» casi vomito. Después el ecologista vegetariano estricto. Ni carne, ni pescado, ni huevos, ni leche ni ná de ná. Me pasé comiendo alpiste tres mes porque él no soportaba los olores de mi comida, y no pude más —aunque me vino muy bien para adelgazar. Déjame pensar… Mmm. ¡Es verdad! Después vino Carolina, la enfermera del centro de planificación familiar. Buena chica. Pero eso fue un lapsus que me hizo entenderme más a mí misma. Después el ingeniero de teleco. Yo era de Venus y él de Marte y, para colmo, no era demasiado bueno en la cama. La primera vez pensé que sí pero eran los efectos del alcohol, claramente. Después el jefe de recursos humanos de una multinacional. ¿Cómo no se me ocurrió que un tipo que se dedica a joder sin escrúpulos al personal después iba a ser una florecilla del campo en casa? Quita, quita. Después, el becario. Error, craso error. Pobre, le quitaron la beca porque no hacía nada de nada, embobado persiguiéndome por toda la oficina, pero le hice una carta de recomendación estupenda —me mataba la culpa— y ahora, incluso me lo agradece. Ahora estoy con Miguel. Creo que su mayor virtud es que está casado. Estamos juntos cuando podemos. No soportaría vivir con nadie. Estoy en mi casa, con mis cosas y mi trabajo, sin exigencias, sin ataduras. Un amor dosificado, sin turbulencias. Es perfecto.

viernes, 25 de julio de 2008


Lito I

«Es normal».
Golpe, golpe.
Blanco doliente.
No pensar.
El cielo se abre en mis ojos cerrados.

«Es normal».
Fuerte, ¡fuerte!
Las manos dentro. Aguanta.
No mirar.
Tiembla el desecho de mil membranas.

«Es normal».
Miedo, ¡tiempo!
Parto de tierra.
Despertar.
Se evaporan los colores y queda mi fragilidad.

Lito II

«Es normal».
Golpe, golpe.
Blanco doliente.
No pensar.
El cielo se abre en mis ojos cerrados.

«Es normal».
Fuerte, ¡fuerte!
Las manos dentro. Aguanta.
No mirar.
El cielo se pudre en mis ojos grapados.

«Es normal».
Miedo, ¡tiempo!
Parto de tierra.
Despertar.
El cielo, el cielo siempre, después de todo.

Gloria Lao García, 07 de julio de 2008

Dylan


Arganda del Rey, Madrid (España). 6 de julio de 2008. 21.00. Detrás del gigantesco escenario el sol del ocaso incendia el páramo que es el sureste madrileño. Delante, una multitud y yo esperamos entre el ventarrón arenoso y caliente a golpe de cerveza, mirando las pantallas donde se proyectan anuncios y consejos que recuerdan un poco a 1.984 o a Un mundo feliz.
De repente las pantallas se apagan y se enciende el escenario. Señoras, señores, abran paso a la Historia, que se presenta, como toda su banda, de negro riguroso sólo aliviado por un gran sombrero gris. La Historia tiene el rostro apergaminado y no saluda; directamente se arranca con el primer corte del primer disco que me compre en mi vida, Rainy day women (“¡todo el mundo debería estar colocado!”). Sigue cantando sin mirar al público, con su grupo eléctrico y poderoso y su voz rota y nasal ¿canta bien?, ¿canta?, pero eso ¿le importa a alguien? El concierto continúa a golpe de blues, algún toque de jazz y un poquito de rock´n´roll. En las pantallas gigantes aparece algún primer plano y parece que…¿sonríe?. ¡SONRÍE! Contra todo pronóstico la Leyenda de negro se lo está pasando bien, aunque sólo se dirija a nosotros para presentar a los integrantes de la banda (“¡Joder, Dylan habla! ¡Pero si sabe hablar!” grita un tipo a mi lado con las manos en la cabeza). Regresa a la carretera 61, pasa por la granja de Maggie y se acuerda de aquella chica que hacía el amor como una mujer pero se rompía como una niña pequeña.
No sé que ví en su día, que oí de este judío- católico, altivo y cascarrabias, en este poeta que le robó el nombre a otro poeta y lo hizo más grande, que me atrapó para siempre; que me hizo aprender inglés para entender sus canciones reivindicativas (¡paz y amor, hermanos!) y sus letras surrealistas. Que me llevó por atalayas buscando respuestas en un viento que después pasó a ser idiota; yo también busqué quién me diera refugio para la tormenta, y esperé un aguacero que nunca cayó en unos tiempos que, al final, no cambiaron.
La Leyenda se retira sin despedirse, sin hablar, sin mirar. Pero vuelve. Suena el órgano: la mejor canción de la historia empieza como un cuento “Once upon a time you dressed so fine…”. Ésta nos la sabemos. Nos la sabemos entera. Nos la sabemos todos y todos la cantamos; la aullamos a la Luna que ya está arriba, mientras que con las manos alzadas casi podemos tocar los aviones que llegan de todas partes camino del aeropuerto cercano. Gritamos a la noche la historia de la chica rica y arrogante que después, pobre y engañada, descubrirá la sinceridad en los ojos de un vagabundo.
El concierto termina y la Historia se va. Probablemente no nos volvamos a encontrar pero ya lo puedo decir: señores, señoras, he visto, he escuchado, he disfrutado a Bob Dylan en directo.

lunes, 21 de julio de 2008

Ninguno se queda

Mi gato Cluny entra en el salón siempre que estoy acompañada. Con el rabo alzado, se restriega contra las patas de las sillas, contra el sofá, contra la pierna de mi amigo. Le mira fijamente, esperando una caricia o una señal de reconocimiento. Me mira a mí y maúlla bajito, muy grave, casi un quejido. Yo lo acaricio e intento tranquilizarle, susurro su nombre. Noto su lomo negro y brillante bajo mis dedos y le digo “Es que no le conoces, ¿verdad?”. Mi amigo de turno a veces le dice algo, le acerca un dedo temeroso y le roza la nariz mientras hace una mueca. Alguno hasta le toca el lomo. Si es otro amante de los gatos como yo, le acaricia desde la cabeza hasta la punta del rabo y alaba lo bonito que es. Cluny se solaza con la caricia y ronronea estruendosamente y yo suelto la carcajada.

Pero la mayoría ni se inmuta, o le miran con recelo, desconfiando, “Es que me van más los perros”, alegan a modo de disculpa, “No te puedes fiar de los gatos, son muy suyos, muy ariscos”. Yo sonrío de medio lado y me callo y veo a Cluny sentarse a cierta distancia del visitante, y mirarle unos segundos con los ojos entornados y las orejas hacia atrás, y luego darle la espalda, muy digno. Cuando mi amigo sale por la puerta, Cluny vuelve hacia mí, restregándose con las patas de la mesa y con todas las esquinas que encuentra.

Desde que se fue mi ex, Cluny no ha encontrado un compañero de juegos. Él jugaba con el gato asomándose por la puerta de la cocina, mientras Cluny le miraba desde lo alto del armario, maullando bajito y grave, retorciéndose allá arriba. El juego del gato y el ratón, lo llamaba yo, aunque no sé bien quién era el gato y quién el ratón, y les miraba divertida, con una sonrisa en la boca y la mano en la cara. Yo no sabía jugar de la misma forma. Hace ya unos años que me dejó mi ex, y sé que mi gato le echa más de menos que yo, al menos ahora, pasado el tiempo. Y cada uno de los amigos que me visita es observado por sus alargadas pupilas, buscando algún parecido con mi ex, esperando que juegue con él al gato y al ratón.

Cuando alguno le cae bien, se nota porque nos mira con los ojos muy abiertos y las orejas hacia delante, ronroneando con fuerza, mientras nos cogemos las manos y nos besamos en el sofá. Si el chico se queda a dormir, a menudo me despierto en mitad de la noche y en la penumbra veo, más allá de la espalda de mi amante, en el borde de la cama, unos ojos que brillan y escucho un suave ronroneo. Sé entonces que Cluny le aprueba definitivamente. A veces mi amigo se despierta y no se sorprende de ver al gato a su lado, le roza ligeramente el hocico y luego se vuelve hacia mi y yo suspiro y le beso y tardamos horas en volver a dormirnos. Por la mañana, me levanto con el relax que produce una noche de amor, dejando a mi amante aún entre las sábanas revueltas, desperezándose. Veo a Cluny que corre hacia la cocina, dispuesto a saltar sobre el armario a la menor señal. Yo deseo con todas mis fuerzas que este chico sepa jugar al gato y al ratón. Pero mientras empiezo a preparar el desayuno oigo que dice “No me puedo quedar a desayunar, nena, llego tarde”. Se viste, recoge el móvil y el tabaco, me da dos besos rápidos en la boca y sale por la puerta. Me quedo con el paquete de leche en la mano, mirando la puerta. Cluny sale despacio de la cocina, va hacia la ventana del salón y se sienta cabizbajo en el alféizar, mirando hacia la calle. Ya no ronronea. No maúlla. Y le entiendo. Y sé cómo se siente y se me encoge el corazón y no sé cómo explicárselo. “Sí, este también se ha ido”, le digo suavemente. Y me pone triste ver tan triste a mi gato.

domingo, 20 de julio de 2008

El cuello de tu camisa

(1ª versión)
Me sumerjo en tu cuello, para perderme, para desaparecer. Mientras me abrazas, mis labios recorren esa fina piel que palpita, al borde de tu camisa. Y todo se esfuma (la música y los amigos y las copas), y respiro más fácilmente, y algo se abre dentro de mí y siento que he llegado a casa por fin, después de tanto tiempo desterrada.


(2ª versión)

Me sumerjo en el cuello de tu camisa,
rozo apenas la piel que palpita.
Todo lo demás desaparece.
Mi mundo ahora es de tela azul
que huele a plancha y a casa.
Me disuelvo entre moléculas de algodón,
me diluyo en tu sudor,
soy mitad mujer y mitad fibras húmedas.
Y me pregunto cómo he podido ser sólo mujer tanto tiempo.


(3ª versión)

Me sumerjo en el cuello de tu camisa,
rozando apenas la piel sudorosa.
Mi mundo es ahora de tela azul
que huele a plancha y a casa,
y me disuelvo entre moléculas de algodón,
mitad mujer y mitad fibras húmedas.
Y me pregunto cómo he podido ser sólo mujer tanto tiempo,
Y todo lo demás se esfuma
Y algo se abre dentro de mí y siento que he llegado por fin a casa
después de tanto tiempo desterrada.


lunes, 14 de julio de 2008

poesía 8

A los niños Julián 8

Le miré a los ojos y decidí devorarle.
Empecé por los pies deshuesando cada mínimo dedo.
Relamiéndome en cada pequeño bocado mientras él buscaba en el techo infinito.
De un mordisco me llevé cada pierna; las rodillas, los muslos, desgarrando y masticando lo dulce de aquella vida.
Engullí sus entrañas y su sangre caliente pintó mi rostro de amor.
Sus manos; chupar y despellejar despacio este manjar de dioses.
Y al final la cabeza, tragarla entera, aun viva mirando al techo.
¡Que te como mi vida, que bonito eres!
Guapo.

De Humanos Julián 8

En a la calle
Me agarran del cuello y me llevan al cuarto
Me arrancan la uñas
Duermo en el suelo mojado con un sol frío siempre luciendo
Y gritan mi nombre, y gritan, y gritan los nombres de los que yo no se nada
La bañera rebosa y no me queda aire
La bolsa en la cara y no me queda aire
Quieren que firme papeles en blanco mientras las descargas revientan mi escroto
Me muestran las fotos de los que yo no se nada
Señalan sus rostros y apagan colillas en mi espalda molida
La tenaza en la mano y un diente en la mesa
Y gritan mi nombre, y gritan, y gritan los nombres de mis padres y hermanos
Firmo la ruina de los desconocidos
Con la mano rota, con la cara rota, con el llanto roto
Y con el corazón muerto de miedo y vergüenza.
Salud

“¿Vivir es fácil…!”

“¿Vivir es fácil…!” Julián 7.

“Me llamo Joseph de Palma y voy a cambiar de vida.
La vida, casi siempre, es como uno se la cuenta y yo me la estoy contando mal.

Esto de cambiar de vida hay que pensarlo con cautela, con tiempo, aunque yo lo hice de un día para otro porque estaba muy quemado. Lo decidí mientras nos visitaba la madre de mi señora. Me lo dije para dentro y sonreí, lo recuerdo perfectamente porque mi esposa me preguntó que de que me reía, me hice el loco y le dije que estaba encantado de que nos visitara su madre. En sus ojos vi la sospecha, la conozco y sé que no se fía de mí.
La primera decisión que tomé en esta nueva vida fue dejar a mi señora. No es que no la quiera, pero bueno, o tomo grandes medidas o esto ni es cambio de vida ni es nada.

Al principio me daba un poco de pena abandonarla, por si se aburría, pero hace una par de días me di cuenta de que nuestro hijo está empezando a balbucear, así que ya tiene con qué entretenerse.

Se me ocurrió una idea brillante para que mi señora no sufriera mucho por mi abandono: le escribí una carta explicándoselo todo, eso si, lo hice en francés para tener algo de tiempo en la huida mientras ella aprendía el idioma.

Bueno, pues ya está, dejé a mi señora con mi hijo balbuceante y allá me fui al universo de posibilidades que es de la vida.

Puede que elegir el camino a veces sea difícil pero para mí ha resultado muy sencillo, tan sólo estuve un rato mirando al sol y vi la luz: Superhéroe… ¡Qué bien cuando uno elige su transitar, se respira mucho mejor…!
Eso es lo que voy a ser en mi nueva vida, superhéroe. Pero no de esos de mucho músculo y tal, no, yo soy de tripa y calvorota, además, los tíos cachas me caen muy mal, o son maderos o porteros chungos de discoteca. No, yo voy a ser otro tipo de superhéroe, más normal, más de a pie de calle. Tal vez no logre salvar al mundo de las maldades de los “neocons”, pero intentaré hacer feliz a más de un “desgraciao”.

¡Ay que ver que bien me siento de superhéroe y eso que acabo de empezar…!”

Y así fue como Joseph de Palma entró en una de las bodegas de su barrio a las diez de la mañana con una sonrisa de oreja a oreja.


-Buenos días Antoño, buenos días compañeros y vecinos de barrio…
-buah- responden sin mucha gana.
-…pon de beber a todos estos que hoy invito yo…

Y así fue como los ocho o diez parados que había en la bodega leyendo apáticos el Marca, se giraron y sonrieron a nuestro superhéroe.

-…y de comer, que es la hora del pincho y ya rasca la barriga- añadió el gran Joseph de Palma.

En un despiste del Antoño, nuestro héroe utilizó uno de sus superpoderes, tiró un par de cañas al suelo y aprovechando que el camarero se puso a fregar escapó sigiloso hacia nuevas hazañas que dieran felicidad a las gentes de a pie.
En dos días había fotos de nuestro hombre en todos los bares del barrio, se le buscaba y no precisamente para darle una fiesta. Mientras, él paseaba orgulloso con unas zapatillas nuevas que según aseguraba le daban más velocidad.

Otra idea brillante que tuvo, digna del superhéroe que era, consistía en repartir con los demás: “¿Habrá algo más de superhéroes?”.

Y cuando digo repartir con los demás, no me refiero a los más necesitados, si no simplemente a los demás, a cualquiera de los demás.

“El plan es sencillo; pasearé por las calles del centro silbando para pasar desapercibido, y en cuanto vea a un tullido pidiendo limosna se lo quito todo y echo a correr. Eso si, cuesta abajo. ¡Ay! lo que daría yo por tener una buen capa. Y luego, a hacer el bien repartiendo todas las ganancias del pedigüeño entre cualquiera que se me cruce, sin miramiento (los superhéroes somos de hacer el bien, no miramos a la gente con lupa), lo mismo le reparto a un calvo que a uno con bigote.

¡Que a gusto se está haciendo el bien…!”

Desde que nuestro hombre se hizo superhéroe, un par de días, cambió radicalmente su alimentación. Sustituyó la dieta mediterránea por pilas a medio gastar y lubricantes usados pues, según él, con este nuevo sustento no habría nadie que le parara esos pies que Dios le había dado.

Al día siguiente le ingresaron en el hospital para amputarle los pies engangrenados por una intoxicación severa producida por el mercurio de las pilas que había ingerido… Mas no terminaron ahí sus problemas. Varios tullidos del centro hospitalario le reconocieron y le estuvieron apaleando hasta el agotamiento. Tras la refriega de palos, la policía tuvo que escoltarle para abandonar el sanatorio. Cuando más tarde llegó a su barrio, fue recibido a botellazos por el gremio de hosteleros y pasadas varias horas dando tumbos de dolor, consiguió llegar al portal de su casa. Aún le quedaba la esperanza de que su mujer no hubiera descifrado la carta.

Piiiiii (el telefonillo)


- Oui?- sonó al otro lado del aparato.
- Hola Alicia, ábreme que subo- respondió nuestro superhéroe venido a menos.
- Oui? Oh la la- volvía a sonar en perfecto francés.
- Pero qué “oh la la” mi vida, que soy yo, Joseph de Palma, abre la puerta que subo, que estoy muy cansado..
- Oui? Oh la la, voilà- respondió ella, que por lo visto si había aprendido francés.
- Por lo que más quieras corazoncin, que estoy molido- y no mentía el pobre.
- ¿Molido? ¿Molido?- se arrancó su señora abandonando el francés con una voz aguda, chirriante, y veloz, como salida del infierno de los teleñecos- ¿Molido? Sube “p´arriba” que te vas a enterar tú de lo que es estar molido, que me tienes loca, si ya me lo decía tu madre, ten cuidado con mi hijo que es muy especial, que te llevas una joya. ¡Una polla pa´ti y pa´ tu madre!, anormal, y deja de decir que te llamas Joseph de Palma, tontainas, que te llamas José, Pepito. Anda sube que estoy haciendo una tortilla y como se me quemen las patatas te vas a enterar… ¡ay Dios mío de mi vida!, en qué momento y bla, bla, bla….

Y allá que subió con sus nuevos pies de plástico a su antigua vida que, a veces, según como te la cuentes, puede ser maravillosa.

Salud.

domingo, 13 de julio de 2008

La Odisea

Apenas pude dormir aquella noche, entre los truenos y los relámpagos de la tormenta veraniega, y los nervios por la entrevista del día siguiente. Era mi primera entrevista de trabajo, recién acabada la carrera de informática, en una empresa de servicios informáticos, en pleno centro de Madrid. Muerta de sueño, di al interruptor de la lámpara de la mesilla y la luz no se encendió. «Volvieron a saltar los plomos, joer», pensé furiosa. La tercera vez en lo que iba de verano en este maldito pueblo. Con ayuda de una linterna, conseguí ducharme y desayunar un vaso de leche semidesnatada. Me vestí con mi único traje, comprado hacía dos semanas en Toledo, un traje de verano de chaqueta y pantalón color canela y blusa beige. Miré el reloj de la cocina y vi que iba a llegar tarde para coger el autobús de las siete de la mañana, el primero que salía de mi pueblo, Tocecanto del Pedernal, en dirección a la capital, así que caminé todo lo deprisa que pude por el camino medio asfaltado que separaba mi casa del pueblo, y justo antes de llegar a las primeras casas, tropecé con un pedrusco y caí al suelo de bruces con todo mi peso. Horrorizada, vi que el pantalón se había roto a la altura de la rodilla izquierda. «Bueno», pensé, «en el autobús lo remendaré con la aguja e hilo que suelo llevar en el bolso», que como dice mi madre, «mujer previsora vale por dos». Llegué a la parada y me extrañó que no hubiera nadie, a pesar de ser lunes y faltar sólo diez minutos para que pasara el autobús. Me senté en el banco lleno de pintadas y pipas por el suelo y traté de calmarme respirando hondo. Pasaron cinco, diez, veinte y treinta minutos. A las siete y media, pasó el madrugador de Basilio, un pastor de ovejas ya jubilado, con su eterna boina y su garrota, y me anunció que hacía dos semanas que habían cambiado la parada de sitio, que ahora estaba tres calles más arriba. Así que como el autobús ya estaba perdido y bien perdido, decidí hacer autoestop, aunque no me gustaba nada de nada, pero siempre solía pasar algún conocido que iba a Toledo o a Madrid a currar, y me podrían llevar hasta el pueblo cercano, Almendral de la Cañada, por donde pasaban los autobuses con dirección a Madrid cada media hora.

Me fui hasta la salida del pueblo, junto a la iglesia, y media hora de espera después pasó un coche, conducido por Paulino, el hijo del carnicero, y me subí en él. Era una furgoneta blanca con un letrero en letras azules que decía: «Carnecería Gutiérrez», con más arañazos y abolladuras que zonas sanas. Avanzamos por la carretera llena de baches, que el alcalde se negaba a volver a asfaltar alegando la falta de presupuesto, que sin embargo aumentaba milagrosamente cuando se trataba de subir el sueldo a todo el consistorio, o cuando había que organizar las fiestas de San Antonio de Padua, patrono del pueblo, por todo lo alto. En uno de esos baches, que más bien era un socavón, la furgoneta dio un brinco y la rueda delantera derecha hizo un ruido extraño. “Joder, hemos pinchado”, dijo Paulino. Y se bajó de la furgoneta para arreglar el pinchazo, porque encima no tenía rueda de repuesto. Le dí las gracias amablemente por el corto recorrido y me encaminé por el arcén izquierdo hacia el pueblo cercano, total, me dije, sólo eran unos cinco kilómetros, aunque ya empezaba a hacer calor. Cuando por fin llegué a Almendral, unos 50 minutos después, estaba tan sucia por el polvo del arcén y tan sudorosa y con el pantalón roto además y era tan tarde, que lo único que se me ocurrió fue que no tenía que ir a aquella dichosa entrevista, porque con esas pintas sería un milagro que me cogieran. Así que llegué a la parada del autobús que iba en dirección a mi pueblo (esta vez me aseguré bien de que era esa la parada, preguntando a varias personas), y me senté a esperar, tan tranquila. Otra vez sería.

martes, 8 de julio de 2008

La jarra


LA JARRA



- ¡ Bobby , tengo en la mano la jarra que me regaló la tía Lu el día que cumplí quince años! .
- ¿¡Qué!?
- ¡Que he encontrado la jarra “Sancho Panza”!
- ¡Que ¿qué?!
- ¡Ven aquí que ya no voy a gritar más!

Bobby se acercó a la cocina saltando entre las cajas de mudanza.

- Dime, sweetheart.
- Que he encontrado la jarra “Sancho Panza”. Creí que la había perdido. Ufffff. No querría que se perdiera por nada del mundo.
- Si la tienes tanto cariño no sé por qué no estás más atenta al empaquetar las cosas, darling.
- ¿No te parece que tiene la panza más grande que antes?
- Pues no.

Le miré con cara de “tú qué sabrás” y examiné minuciosamente la jarra: esférica, el asa grande, la circunferencia arriba, la pequeña hendidura en forma de pico, cubierta de conchas pulidas como las que coleccionan los niños en la playa... Todo parecía normal pero yo tenía la sensación de que era más grande.

Bobby se encogió de hombros y, ya que estaba allí, metió su pálida cara en una de las cajas y me pareció que de tazas de porcelana salió un destello que le iluminó los ojos verdes, las pecas y el pelo amarillo.

Le miré sorprendida pero enseguida los recuerdos desdibujaron el presente.

Estábamos en la cocina. Amanecía en Madrid y una luz grisácea entraba por la ventana del patio interior junto a la que estaba la mesa donde mi tía y yo desayunábamos. El frío del granito traspasaba la chaqueta y la camisa de mi uniforme. La tía Lu masticaba con lentitud la tostada. La miré fijamente, estudiándola y pensé: Es la negra más guapa que he visto en mi vida. Yo, en cambio, he salido a mamá, más feíta, pero con los kilos de la tía. ¡Qué horrible combinación!.

- Nena, come. Un buen desayuno presagia un buen día y....

Mientras siguió hablando, no recuerdo de qué, apoyó las manos en la mesa, se levantó lentamente, se dirigió con ritmillo bailarín al armario que tenía al lado del frigorífico y sacó lo que parecía una bola de mago con asa. Volvió sobre sus pasos con “eso” en las manos, cantando:

♫ Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te desea tu tía, cumpleaños feliz ♫

- ¡Qué bonito! – Exclamé llena de excitación. Me levanté para coger mi regalo de cumpleaños y pregunté: ¿Qué es?
- ¿No ves que es una jarra? Me miró con ojos incrédulos y apoyó los brazos en sus grandes caderas, preludio de una de sus historias.
- Pues no parece una jarra, pero es preciosa. Gracias tía.
- No es cualquier jarra. Obsérvala bien. ¿No te has dado cuenta de algo?
- ¡No tiene base!. Grité.
- Efectivamente. Tú no la ves pero está ahí. No te fíes de tu vista, mi niña. Pon la jarra encima de la mesa.

La dejé como me ordenó. Yo esperaba que se cayera como un tentetieso o como el Sr. Patata . La jarra no se movió. Observé maravillada.

- ¿ Te has fijado que está cubierta de conchas?
- Es muy original.
- Pues es tu bisabuela.

No entendí nada. Estaba totalmente confundida.

Se sentó para estar más cómoda y pensé: se ha sentado, llegaré tarde al cole....

- No te muevas de aquí, llamaré a tu colegio para decir que no vas a ir.
- Pero tía.
- Pero nada. Hay cosas más importantes.

Volvió a levantarse, esta vez con una rapidez pasmosa, y salió de la cocina en dirección a la sala donde estaba el teléfono. Sus pasos hacían crujir el parquet. Me senté de nuevo y vi que mi desayuno seguía intacto. Entendí en ese momento por qué mi madre no quería que me juntara demasiado con la tía Lu.

Cuando regresó empezó a hablar. No sé cuánto tiempo estuvo contándome la historia y no me acuerdo bien de los detalles pero era algo así como que antes de que ella naciera, en su país las conchas eran el dinero. Luego llegaron los blancos e introdujeron las monedas y las conchas volvieron a ser lo que nunca dejaron de ser: la correa de transmisión entre el pasado y el futuro. Cada vez que había un nacimiento los más viejos designaban quién de la familia iba a ser el ángel guardián de ese nuevo miembro del clan. Una vez que se había manifestado el antepasado a través de un complicado ritual, al bebé se le ponía una pulsera hecha de conchas que ahuyentaba los malos espíritus y era el medio por el que el antepasado actuaba. Mi hermana y yo teníamos a la bisabuela Buiareó para protegernos. Mi hermano, como nació ya en Madrid, no tenía protección. Así le iba. Mi tía Lu tenía miedo de que se perdieran las pulseras y por eso pidió permiso a mamá para llevárselas y las utilizó para rematar la jarra. Cuando cualquier de las dos estuviéramos mal, en apuros o tristes mi bisabuela vendría y la jarra se haría más grande. Cuando todo estuviera bien, la jarra sería simplemente eso, una jarra. Como mi hermana pasaba bastante de todo decidió dármela a mí cuando tuviera la edad suficiente.

El ruido de la enésima taza que rompía Bobby me devolvió bruscamente a la realidad.

- ¿Qué ha pasado?- Pregunté.
- Fuck, fuck, fuck.
- Otra taza, ¿verdad?.
- Lo siento, darling.
- No te preocupes. Podremos vivir sin otra taza.

Volví a examinar la jarra.

- Bobby, ¿no crees que la jarra está más grande?

Bobby miró pero no vio nada extraño.


¿Estará aquí mi bisabuela? Pensé. No me parecía que nada fuera mal. ¿Sería que iban a ir mal las cosas a partir de entonces?. Empecé a inquietarme. Abracé la jarra y me sentí mejor. Nada iba a salir mal.

MARÍA BONNEY

lunes, 7 de julio de 2008

La final de los microrrelatos de la Ser

Aquí os dejo el audio de la final, donde podemos disfrutar de nuestro Julián:

sábado, 5 de julio de 2008

Autobiografía n 100 palabras. SER

Nací bajo el cielo de Madrid. Un rancio y cruel dictador miraba de cara al sol. Luego empezó a llover a cántaros.
Crecí entre seres que valía la pena querer, convencido de que otro mundo era posible… uno mejor. Me perdí entre las cloacas y el rock&roll. Me reproduje y en los ojos de mi hijo encontré la eternidad de los ateos y la posibilidad de ese otro mundo.
Dentro de mil años moriré, o tal vez antes si no soy capaz de hacer algo para evitarlo. Entretanto, trato de disfrutar de la vida y sus gentes animales.

Microrelato SER

-No, así es el infierno.
-Pues no me gusta. Me casé contigo para ser feliz no para terminar en el infierno. ¿Y estás seguro que no podemos meter un ventilador?
- Segurísimo, aquí se viene a pasarlo mal.
-Pues yo con el calor no puedo, bien lo sabes, que no se de que han servido estos cuarenta años juntos. ! Al final me voy a morir de un sofoco!
-Pero mi vida, ¿no te das cuenta? si estamos en el infierno es porque ya estamos...
-Calla, calla y déjame de monsergas. Dile a estos señores que o nos dejan meter un ventilador o yo me vuelvo con tu madre.

jueves, 3 de julio de 2008

GOLPE ABAJO

- ¿Tienes hijos? - me preguntó.
- No - le respondí con voz temblorosa - ¿Eres casada? - agregué.
- No - me dijo, con un tono tristón.

miércoles, 2 de julio de 2008

Carpe Diem

Keis y Naste estaban encaramados en lo más alto de la grúa amarilla que se agarraba al lateral de la Torre Espacio, a varios metros sobre su azotea, en el complejo de las Cuatro Torres madrileñas, junto a la Castellana. Balanceaban sus piernas en el vacío mientras el sol se ponía detrás del Hospital de La Paz. Naste tenía la piel marrón oscuro, el pelo rapado al uno y la voz algo ronca. El pelo de Keis era largo y su nariz aguileña, y guiñaba el ojo izquierdo cuando se quedaba pensativo. Los dos iban vestidos con camisa y pantalón negros, sin ningún distintivo. Eran dos ángeles encargados de acompañar a los moribundos del hospital en sus últimos momentos.


—Hoy la he vuelto a ver saliendo del Hospital de Día —dijo Keis mirando fijamente al sol.

—¿Aún sigues dándole vueltas a ese asunto? —exclamó Naste.

Keis se quedó callado unos segundos y suspiró.

—Tengo que hacerlo.

—Vamos, Keis, no digas estupideces. ¿Y quieres renunciar a todo lo que tienes?

—Me aburre la eternidad, Naste —dijo Keis mirándole a los ojos—. Me aburre infinitamente.

—¿Que te aburre la eternidad? La eternidad es cojonuda, tío. Y no tener dolores ni enfermedades ni morir nunca y poder trasladarse con la velocidad del pensamiento, ¿eso también te aburre?

Keis sólo movió la cabeza arriba y abajo, muy despacio. El sol cada vez estaba más rojizo.


—¿Y quieres perder todo eso a cambio de qué? —continuó Naste— ¿De conocer a una pobre chica enferma de cáncer que va a morir en pocos meses? No te va a servir de nada, y a ella menos.

—Quiero saber lo que es amar a una sola persona.

—¿Pero te estás oyendo, tío? —Naste arrugó la nariz y ladeó la cabeza. Keis no le escuchaba.— Tú te has dado un golpe en la cabeza al subir a la grúa, ¿verdad?

—No ayudamos bien a morir, Naste, porque no sabemos lo que es sufrir ni sabemos lo que es amar. ¿De qué nos sirven todos nuestros poderes y nuestra capacidad de amor infinito hacia todo el género humano, si no sabemos lo que es amar a una sola persona? —Keis movía las manos y se balanceaba sobre la grúa— Nos plantamos junto a la cabecera de un pobre hombre que agoniza mandándole todas nuestras hermosas y maravillosas vibraciones, pero no le conocemos ni le amamos como individuo, sino como una minúscula parte de la Humanidad. Eso no es amar. No hacemos bien nuestro trabajo, Naste.

—No lo digas muy alto, Keis, que como te oiga el jefe —y alzó la vista al cielo— te enviará durante tres siglos a la Antártida, para ayudar a morir a los pingüinos.

—No hará falta. Me voy a lanzar. —La única forma de dejar de ser ángel y volverse mortal era lanzarse al vacío desde una altura tan considerable como aquella en la que se encontraban.

Naste le observó durante unos segundos con una expresión extraña, mezcla de incredulidad y compasión, y después exclamó:

—Decidido, estás loco de remate. Paso de intentar convencerte. Haz lo que te dé la gana. —Se puso de pie y se esfumó en el aire.

Keis, ya solo, miró hacia abajo, vio la última planta del rascacielos a unos diez metros bajo sus pies, y doscientos y pico metros más abajo vio el asfalto de la calzada. Miró el hospital, recortado sobre el horizonte por donde el sol se moría poco a poco. Recordó una vez más a la muchacha con la cabeza cubierta por el eterno pañuelo verde y sus brazos, blancos como un folio sin escribir, acribillados por la quimioterapia. Deseó tocar esa piel con la punta de los dedos. Volvió a mirar los centenares de metros de vacío que le separaban de la mortalidad. «¿Me dolerá?», pensó fugazmente. Respiró hondo un par de veces y tomando impulso se lanzó al vacío como si se zambullera en un mar muy profundo.

Luna de Agosto

A menudo recuerdo aquella noche de agosto en que me invitaste a dar un paseo por el campo. Yo estaba tan nervioso y tú parecías tan tranquila. Habíamos estado en el pub del pueblo, hablando de nuestros sueños, tomando una caña tras otra, haciendo planes para irnos a Madrid, tú huyendo del pueblo que te asfixiaba y de las broncas de tus padres, yo pensando sólo en seguirte. Íbamos por el camino que lleva a la huerta del Comandante, cuando te paraste de pronto, mirando la luna llena enmarcada por dos álamos blancos. Así estuviste varios minutos que se me hicieron eternos. Te llamaba por tu nombre, pero no me oías. Entonces te volviste hacia mí y me miraste con una expresión extraña, tan serena, todas las facciones de tu cara relajadas, con una mirada como si estuvieras viéndome por dentro, sonreíste y dijiste «Así que esto es la eternidad, no está mal». No entendí nada, pero en ese momento supe que te amaba con locura. Tuve el impulso de besarte, pero sentí que te encontrabas a millones de años luz de mí, y era imposible alcanzarte. Luego te oí murmurar algo de que lo habías visto todo en un momento, como si no existieras, como si tú fueras todo y se hubiese parado el tiempo. Ni siquiera intenté comprenderte, sólo miraba tus labios moverse y tus ojos color avellana clavarse en mí y en la luna llena alternativamente.

Poco después te fuiste a Madrid a realizar tus sueños y no pude seguirte, liado con el negocio de mi padre, aquella tienda de comestibles que daba más deudas que beneficios. Por Laura, la única amiga del pueblo que conservaste, supe que al principio habías encontrado un buen trabajo en una floristería, pero que últimamente cambiabas de empleo cada pocos meses, que habías perdido casi por completo el contacto con tus padres, que andabas metida en jaleos de alcohol y drogas, y que llevabas una vida sexual desenfrenada. Cuando por fin pude irme a trabajar a Madrid, pasados un par de años, te busqué durante meses como un sabueso hasta que averigüé dónde vivías. Merodeé por tu calle muchas tardes, esperando verte. Un día te vi sentada en un banco, la cabeza apoyada en las manos, mirando el suelo fijamente. Me senté a tu lado sin decir nada. Alzaste la cabeza y me miraste con la misma expresión taladradora de aquella noche de luna, pero tenías ojeras, la cara demacrada y un rictus de amargura en la boca. Siempre en silencio, hiciste un amago de sonreír, y me diste un beso fugaz en los labios. Te levantaste despacio, como si no pudieras con el peso de tu cuerpo y te alejaste calle abajo, hasta desaparecer entre la gente.