martes, 12 de agosto de 2008

Se pararon delante del portal. Recelosa, Clara tiró un poco hacia atrás de la mano que llevaba agarrada a su madre: la luz de la tarde parecía quedarse esperando fuera, remisa a penetrar en el interior, rechazando la invitación a atravesar el umbral a pesar del portalón abierto. Adela, su madre, se agachó hasta ponerse a su altura y sonriéndole le revisó el vestido de domingo, estirando frunces y ajustando lazos innecesariamente, y le colocó los bucles un par de veces para dejarlos como estaban.

– No te asustes –, le dijo – yo también estoy nerviosa pero quiero que tu abuela te conozca. ¡Si tu padre pudiera ver lo guapa que estás!

Atravesaron la entrada y se sumergieron en la oscuridad hasta que Adela encontró la llave de la luz. Un tímido resplandor amarillento surgió de un par de bombillas tristes que colgaban, de lo que a Clara le parecieron siniestros gusanos retorcidos agazapados en el techo, y que apenas iluminaban la empinada escalera de madera, una pendiente inmensa que moría en la penumbra del primer rellano.

– Sólo es un piso. Sólo es un piso – repitió bajito Adela.

Al ascender, los escalones se quejaron con tonos graves, inseguros, susurrando amenazas en un idioma desconocido. Clara subió agarrando con su mano sudorosa las barras negras que unían la escalera con la barandilla inaccesible.

Se plantaron delante de la puerta enorme, con una mirilla grande y dorada, y la figura de un cristo que se camuflaba en la madera oscura. Su madre se estiró un par de veces la falda tableada y carraspeó antes de llamar al timbre. El sonido les llegó apagado desde el interior y pasó una eternidad hasta que la mirilla se abrió bruscamente y se volvió a cerrar con un chasquido metálico. Clara contuvo la respiración, resguardada como podía detrás de la falda de su madre, mientras la puerta se abría despacio. La anciana era altísima. Su figura enjuta y enlutada desde el cuello hasta más allá de los tobillos, apenas se distinguía de la penumbra del interior y solamente su rostro pálido con la barbilla altiva, y las manos juntas con desidia sobre el regazo, parecían desprender una fosforescencia lúgubre.

– Pasad. Así que esta es tu hija – dijo la voz firme sin mirar a Clara.
– He traído unas pastas – contestó Adela.

La vieja cogió la cajita y la tiró con desprecio sobre una mesita de la entrada y les guió por el interior. A Clara la casa le pareció un laberinto enorme y agobiante; el pasillo larguísimo estaba flanqueado por habitaciones tenebrosas, salones lóbregos llenos de sombras silenciosas. La casa era más grande que la pensión donde ella y su madre vivían.

– Clara –, dijo la anciana – ¿Por qué no te quedas aquí mientras hablamos tu madre y yo?

Clara se quedó temblorosa en un saloncito, esforzándose por no sollozar. Los cortinones espesos y la caoba de los muebles se tragaban cualquier sonido y parecían absorber insaciables casi toda la luz. Al rato de estar allí se aventuró a acercarse a la estantería que llegaba hasta el techo y donde se alternaban figuras de santos y fotografías antiguas.
Entre ellas descubrió la misma foto que su madre tenía encima de la mesilla. El hombre joven y sonriente, vestido de uniforme, la imagen familiar de alguien desconocido que Adela y Clara besaban cada noche antes de dormir en la cama que compartían.

De repente oyó a su madre por el fondo del pasillo,

– ¡Escúcheme! ¡Ni por todo el oro del mundo! ¿Entiende? ¡Ni por todo el oro del mundo renunciaría a ella!

Adela la cogió de la mano y salieron apresuradas a la calle. A Clara incluso la oscuridad de la noche que caía sobre la ciudad le pareció luminosa, y se sintió una chica valiente por no interrumpir las lágrimas de su madre para decirle que le hacía daño de lo fuerte que le agarraba la mano.

Luis del Gozo