lunes, 21 de julio de 2008

Ninguno se queda

Mi gato Cluny entra en el salón siempre que estoy acompañada. Con el rabo alzado, se restriega contra las patas de las sillas, contra el sofá, contra la pierna de mi amigo. Le mira fijamente, esperando una caricia o una señal de reconocimiento. Me mira a mí y maúlla bajito, muy grave, casi un quejido. Yo lo acaricio e intento tranquilizarle, susurro su nombre. Noto su lomo negro y brillante bajo mis dedos y le digo “Es que no le conoces, ¿verdad?”. Mi amigo de turno a veces le dice algo, le acerca un dedo temeroso y le roza la nariz mientras hace una mueca. Alguno hasta le toca el lomo. Si es otro amante de los gatos como yo, le acaricia desde la cabeza hasta la punta del rabo y alaba lo bonito que es. Cluny se solaza con la caricia y ronronea estruendosamente y yo suelto la carcajada.

Pero la mayoría ni se inmuta, o le miran con recelo, desconfiando, “Es que me van más los perros”, alegan a modo de disculpa, “No te puedes fiar de los gatos, son muy suyos, muy ariscos”. Yo sonrío de medio lado y me callo y veo a Cluny sentarse a cierta distancia del visitante, y mirarle unos segundos con los ojos entornados y las orejas hacia atrás, y luego darle la espalda, muy digno. Cuando mi amigo sale por la puerta, Cluny vuelve hacia mí, restregándose con las patas de la mesa y con todas las esquinas que encuentra.

Desde que se fue mi ex, Cluny no ha encontrado un compañero de juegos. Él jugaba con el gato asomándose por la puerta de la cocina, mientras Cluny le miraba desde lo alto del armario, maullando bajito y grave, retorciéndose allá arriba. El juego del gato y el ratón, lo llamaba yo, aunque no sé bien quién era el gato y quién el ratón, y les miraba divertida, con una sonrisa en la boca y la mano en la cara. Yo no sabía jugar de la misma forma. Hace ya unos años que me dejó mi ex, y sé que mi gato le echa más de menos que yo, al menos ahora, pasado el tiempo. Y cada uno de los amigos que me visita es observado por sus alargadas pupilas, buscando algún parecido con mi ex, esperando que juegue con él al gato y al ratón.

Cuando alguno le cae bien, se nota porque nos mira con los ojos muy abiertos y las orejas hacia delante, ronroneando con fuerza, mientras nos cogemos las manos y nos besamos en el sofá. Si el chico se queda a dormir, a menudo me despierto en mitad de la noche y en la penumbra veo, más allá de la espalda de mi amante, en el borde de la cama, unos ojos que brillan y escucho un suave ronroneo. Sé entonces que Cluny le aprueba definitivamente. A veces mi amigo se despierta y no se sorprende de ver al gato a su lado, le roza ligeramente el hocico y luego se vuelve hacia mi y yo suspiro y le beso y tardamos horas en volver a dormirnos. Por la mañana, me levanto con el relax que produce una noche de amor, dejando a mi amante aún entre las sábanas revueltas, desperezándose. Veo a Cluny que corre hacia la cocina, dispuesto a saltar sobre el armario a la menor señal. Yo deseo con todas mis fuerzas que este chico sepa jugar al gato y al ratón. Pero mientras empiezo a preparar el desayuno oigo que dice “No me puedo quedar a desayunar, nena, llego tarde”. Se viste, recoge el móvil y el tabaco, me da dos besos rápidos en la boca y sale por la puerta. Me quedo con el paquete de leche en la mano, mirando la puerta. Cluny sale despacio de la cocina, va hacia la ventana del salón y se sienta cabizbajo en el alféizar, mirando hacia la calle. Ya no ronronea. No maúlla. Y le entiendo. Y sé cómo se siente y se me encoge el corazón y no sé cómo explicárselo. “Sí, este también se ha ido”, le digo suavemente. Y me pone triste ver tan triste a mi gato.

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