viernes, 25 de julio de 2008

Dylan


Arganda del Rey, Madrid (España). 6 de julio de 2008. 21.00. Detrás del gigantesco escenario el sol del ocaso incendia el páramo que es el sureste madrileño. Delante, una multitud y yo esperamos entre el ventarrón arenoso y caliente a golpe de cerveza, mirando las pantallas donde se proyectan anuncios y consejos que recuerdan un poco a 1.984 o a Un mundo feliz.
De repente las pantallas se apagan y se enciende el escenario. Señoras, señores, abran paso a la Historia, que se presenta, como toda su banda, de negro riguroso sólo aliviado por un gran sombrero gris. La Historia tiene el rostro apergaminado y no saluda; directamente se arranca con el primer corte del primer disco que me compre en mi vida, Rainy day women (“¡todo el mundo debería estar colocado!”). Sigue cantando sin mirar al público, con su grupo eléctrico y poderoso y su voz rota y nasal ¿canta bien?, ¿canta?, pero eso ¿le importa a alguien? El concierto continúa a golpe de blues, algún toque de jazz y un poquito de rock´n´roll. En las pantallas gigantes aparece algún primer plano y parece que…¿sonríe?. ¡SONRÍE! Contra todo pronóstico la Leyenda de negro se lo está pasando bien, aunque sólo se dirija a nosotros para presentar a los integrantes de la banda (“¡Joder, Dylan habla! ¡Pero si sabe hablar!” grita un tipo a mi lado con las manos en la cabeza). Regresa a la carretera 61, pasa por la granja de Maggie y se acuerda de aquella chica que hacía el amor como una mujer pero se rompía como una niña pequeña.
No sé que ví en su día, que oí de este judío- católico, altivo y cascarrabias, en este poeta que le robó el nombre a otro poeta y lo hizo más grande, que me atrapó para siempre; que me hizo aprender inglés para entender sus canciones reivindicativas (¡paz y amor, hermanos!) y sus letras surrealistas. Que me llevó por atalayas buscando respuestas en un viento que después pasó a ser idiota; yo también busqué quién me diera refugio para la tormenta, y esperé un aguacero que nunca cayó en unos tiempos que, al final, no cambiaron.
La Leyenda se retira sin despedirse, sin hablar, sin mirar. Pero vuelve. Suena el órgano: la mejor canción de la historia empieza como un cuento “Once upon a time you dressed so fine…”. Ésta nos la sabemos. Nos la sabemos entera. Nos la sabemos todos y todos la cantamos; la aullamos a la Luna que ya está arriba, mientras que con las manos alzadas casi podemos tocar los aviones que llegan de todas partes camino del aeropuerto cercano. Gritamos a la noche la historia de la chica rica y arrogante que después, pobre y engañada, descubrirá la sinceridad en los ojos de un vagabundo.
El concierto termina y la Historia se va. Probablemente no nos volvamos a encontrar pero ya lo puedo decir: señores, señoras, he visto, he escuchado, he disfrutado a Bob Dylan en directo.

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