sábado, 28 de junio de 2008

"El señor de las cosas"

“El señor de las cosas” Julián 6

- Buenas tardes señor Clemente.
- Vaya, otra vez tu por aquí, ¿es que no te cansas nunca?

Tomás acaba de entra en la tienda del señor Clemente. Es una tienda grande, llena de productos, por miles se podrían contar. Si dijéramos que es una de las tiendas más grande del pueblo mentiríamos, no solo es la más grande del pueblo si no la única, la única tienda a cien kilómetros a la redonda. Nadie puede comprar nada que no sea en la tienda del señor Clemente, lo cual le convierte en uno de los hombre más ricos de la región, tan solo superado por algunos políticos. Pero todos los millones del mundo no consiguen que deje de atender su negocio en persona. El tipo vende de todo; las semillas de los agricultores, sus trajes, sus herramientas, les vende los alimentos que ellos mismos cosechan y los materiales para fabricarse las casas donde viven. Por supuesto, los terrenos donde construyen las casas también se los vende el señor Clemente. Vende dinero a plazos para que los campesinos se lo puedan gastar en su gran tienda.
Les vende las medicinas para curar los dolores del cuerpo y licores para los males del alma… y tabaco, mucho tabaco. Por supuesto, los dolores de cuerpo y alma surgen de tanto trabajo penoso para poder devolver lo que el señor Clemente les presta. Ni que decir tiene que en la tienda del señor Clemente se venden armas para matarse y cajas de pino para meter a los seres queridos y a los odiados. También vende trampas para ratones, y como esta es una zona donde los ratones no crían de manera natural, él tiene en la parte de atrás de la tienda un criadero a pleno rendimiento, cada semana deja en libertad a las crías de la camada anterior.
Perfumes, joyas, flores, artefactos del “futuro” y cañas de pescar, en una región donde el trozo de charca mas cercano esta mas allá de los limites que jamás un hombre podría alcanzar con sus propios medios, y no había otros, o al menos el señor Clemente no los vendía, y era bien sabido que si el señor Clemente no lo vendía es porque no existía, simplemente. ¿Y libros? Solo uno, “La Biblia”, y una especie de catecismo escrito por él mismo en el que se regocija explicando lo altamente pecaminoso del uso del preservativo… eso si, al fondo de la tienda tiene una maravillosa sección dedicada a los bebes: lociones, pañales, chupetes, todo un mundo de artilugios.
Aunque el verdadero negocio, con lo que nuestro tendero se hace rico hasta el insulto es con la compra-venta de amor.


- …ya le he dicho varias veces que no está en venta.
- No se da cuenta, yo no soy como el resto, no quiero comprar una de sus mujeres para satisfacer mis impulsos sexuales y acabar revendiéndola dentro de un par de años. Yo me he enamorado.

El señor Clemente anda colocando un par de riñones con piedra que le acaban de llegar en la zona de compra-venta de órganos con pequeñas taras, bajo un cartel que dice: “Por lo que vale un riñón si son con piedra llévese dos”.

- Vamos a ver, me importa un rábano que te hayas enamorado.

- Señor Clemente escúcheme atentamente –cosa que el hombre no parecía hacer-. Vengo a pedirle la mano de hija Gloria, ¿no ve usted como trata a los pajarillos?
- Que no me vuelvas a hablar de mi niña ni de los pajaritos, que para pájaros los de tu cabeza. Que ya te he dicho más de cien veces que no está en venta y ni mucho menos pienso regalártela, o sigues como hasta ahora o ya puedes ir despidiendo de ella.
- Pero señor Clemente, yo no puedo permitirme seguir pagando un alquiler tan alto por su hija, además estoy enamorado de ella y creo que ella también lo está de mi.
- Mira y escúchame tu a mi con atención. Me importa un pimiento que te hayas enamorado de mi niña, y lo que creas acerca de sus sentimientos es algo que me importa menos aún. Si te parece caro lo que te cobro por una semana de alquiler con mi tesoro eso es porque no la querrás tanto…
- No, no es eso, es que no me llega con lo que trabajo, gano quinientos euros a la semana
- …pues trabaja más…y una cosa te digo, si no te la llevas tu se la llevará otro, tengo la lista llena esperando que dejes de alquilarla, y que recuerde, desde que cumplió los quince no ha habido semana sin que pasaras a por ella…
- No puedo permitir que se vaya con otro.
- A ver si eso que llamas amor no es más que un sucio sentimiento de posesión…no te equivoques, mi niña es de mi propiedad. Si tanto la quieres tal vez deberías dejarla marchar de tu lado y que pruebe cosas nuevas.

Ahora el rico tendero anda en la zona de bichos, el tipo también vende los gurriatos que se encuentra por la calle o tal vez los roba de los nidos, aunque solo los locos compran polluelos de gorrión, solo los locos o los románticos. Pero en este pueblo no hay románticos, a no ser este tonto enamorado de su hija.

- Se que es amor porque cuando lloro me da la teta y se me pasan las ganas de llorar, me quedo escuchando su corazón, rozando su tripa con la mía y ahí paso las horas. Se que es amor porque el primer día que la tuve en alquiler le peque fuego a la tele. Se que es amor porque me siento solo sin la tele y sin ella…
- Muy bien hijo, déjame de sermones, voy a cerrar la tienda y si antes de que baje la reja no veo los quinientos euros de esta semana, mañana se irá con el gordo Gutiérrez.

El tendero echó los cuatro cerrojos y por unos metros los dos hombre caminan juntos.
- Es usted un tipo muy desagradable señor Clemente, ojala no tuviera que volver a verle nunca.
- Por cierto, me pregunto de que comes si todas las semanas me pagas los quinientos euros por alquilar a mi hija, que yo sepa aun le sale leche de las tetas. Los románticos sois unos petardos… espero verte la semana que viene.

Salud.

jueves, 26 de junio de 2008

Madrid y El Sueño


Dedicado a mi familia literaria.

He llegado a casa, he puesto dos lavadoras, he estirado sobre la cama las camisetas y en las perchas los vestidos arrugados, pero limpios, que quedaban en la maleta y he aireado los zapatos en el balcón.

Solsticio de verano. Calle Alburquerque, 14. Una caminata rápida desde el hotel y un burbujeo también rápido en el estómago que me inquieta ante la cercanía. David señala un grupo pequeño, la mitad al sol, la otra mitad a la sombra en el umbral de la sala Clamores. Mi cara interrogante les da la pista y Marta me señala directamente: «Es Gloria». Nos abrazamos. Allí está Ysabel, como si la conociera de toda la vida, con sus ojos verdes y dorados; está Luis, sus gafas, su camisa roja y su auténtica pinta de escritor; Alicia, super Alicia, serena, tenía tantas ganas de conocerla…

Compramos nuestro libro en la entrada. Sentí su peso bajando las escaleras. Seiscientas cuarenta y nueve páginas y cuatrocientos y pico aprendices de contadores de verdad pululando entre ellas. Susana, nuestra Perla Negra, llegó un poquito más tarde. Tiene una suerte de aura mágica. Nos encontró firmando, porque Ysabel había traído cuatro rotuladores con purpurina de distintos colores y su libro de El sueño del gato lleno de pegatinas, verdes o amarillas, marcando la página de cada uno de nosotros para dedicárselo, a ella y a Andrea. Algunos nos hicimos un lío con el libro de Luis: yo de palabra, que estuve a punto de dedicarle su propio relato y Julián de hecho, que lo hizo, vamos.

Por el pequeño escenario con piano de cola vimos desfilar a los profesores, a algunos alumnos que se atrevieron a leer, a la artífice del prólogo de nuestro Sueño, al director de la Escuela y al maestro de maestros Enrique Páez. Entre dedicatorias y risas pasamos el rato.

Alrededor de las diez apareció Julián-rock, espigado, su pelo largo recogido en una coleta, respira sensibilidad en estado puro. Ana, su mujer, nos acercó al coche para ver al precioso bebé de ocho días que dormía plácidamente. Ysabel nos dejó y nos fuimos caminando a una plaza cercana. Aún no corría una pizca de viento y todavía había luz en el cielo. Las terrazas de la plaza Olavide estaban llenas de gente esperando el frescor de la noche por venir en el día más largo del año, pero conseguimos pronto una mesa. Y allí estuvimos charlando de todo un poco, hablamos de la confusión Luis-Javier, echamos de menos a Berna y a Andrea y a Javier y picoteamos croquetas, patatas y calamares. Hasta casi las una.

Ahora mis familiares literarios son nombres con cuerpo y cara. Lo más sorprendente ha sido reconocer en cada mirada, en cada gesto, un email, unas frases en el chat, un relato ingenioso. Es fácil imaginar a una persona a quien no has visto nunca y luego darte el batacazo en el encuentro. Pero aquí, en Clamores, en Madrid, todos han resultado ser lo que se desprendía de ellos a través del monitor brillante de mi Toshiba, y los lazos fundados en estos casi seis meses, han cobrado “realidad” y se han hecho más anchos y más prietos.

Un abrazo y un beso de los grandes a todos. Ha sido un verdadero placer conoceros.

Gloria


martes, 24 de junio de 2008

"El reencuentro"

El reencuentro. Julián 5

Han pasado veinte años desde que se vieron por última vez. El orfanato cerró sus puertas y fueron separados, pero antes prometieron que volverían a reunirse allí mismo cuando cumplieran los treinta…

- Tenía tantas ganas de veros, dadme un abrazo.

Los cinco se abrazaron con fuerza. Llevaban veinte años sin verse pero se sentían tan unidos que pareciera que jamás se hubieran separado. Estaban verdaderamente contentos, se achuchaban y no dejaban de darse besos y de reír mientras hablaban animadamente. Tan sólo a uno de ellos se le notaba cierta intranquilidad, un deje en la mirada, como un no saber qué es lo que estoy haciendo aquí… no paraba de fumar.

- Luis, deja de fumar que te vas a morir.
- Tranquilo Fran, solo fumo por vicio.- Contestaba Luis sonrojado.
- Y tu Bea, estás preciosa, siempre supe que serías toda una belleza, no como estos dos que siguen igual de feos que siempre.

Fran siempre hablaba de los dos hermanos de la misma forma, siempre les trató de feos… aunque desde el cariño. Cuando él hablaba los demás callaban y luego reían, todos menos Luis, que no dejaba de fumar, si acaso algún esbozo de sonrisa mientras miraba hacia los lados.

- ¿Qué te pasa Luis, estás nervioso?- le susurra Bea cariñosa.
- Me emocioné al veros Bea, solo eso… ¿cumpliste con la otra promesa?- susurró a la chica.
- ¿Qué promesa?

Los hermanos eran gemelos pero se diferenciaban por el bigote, uno llevaba y el otro no. Eran fuertes o gordos o robustos, pero sobre todo vestían muy mediocre, nada de marcas, se notaba que eran carpinteros o albañiles o tal vez carniceros. Sin embargo Bea vestía muy bien; falda lisa blanca, recatada por debajo de las rodillas a juego con una camisa blanca muy escotada, parecía una puta cara y a eso olía.

- ¡Qué bien hueles Bea!- dijo uno de los hermanos gordos.

Fran era tranquilo, con la espalda siempre recta, sacando pecho y metiendo barriga. En un par de ocasiones le dio un par de azotes en el culo a Bea como si supiese a qué se dedicaba y ella… siempre sonriendo. Luis sin embargo andaba cabizbajo, se había quedado calvo… de tanto fumar seguramente. Tenía los hombros caídos, iba como metido hacia adentro, como si algo le pesara.

- Bueno que!¿Habéis cumplido la promesa?- preguntó sonriente Fran.
- ¿Qué promesa?- dijo uno de los hermanos mientras le daba un codazo al otro.
- La promesa, ¿acaso no lo recordáis?
- Yo tuve dos hijos- dijo Bea tratando de cambiar de tema.
- y tu Luis ¿recuerdas la promesa?...¿no serás policía verdad?...los policías fuman mucho.
- Hace mucho tiempo de aquella promesa Fran -respondió sonriente uno de los hermanos-.
- No me digas que hace mucho tiempo, de sobra sé que hace mucho tiempo, hace veinte años.
- Nosotros montamos una carnicería Fran, cerca de la playa, y no nos va nada mal ¿verdad hermanito?-intervino el otro hermano, el del bigote.
- Vamos a ver, ¿de que me estáis hablando?, Que carnicerías ni que ostias… prometimos que cada uno de nosotros mataría a un cura antes de volvernos a reunir y que traeríamos sus dedos en una bolsa para hacernos una sopa… jajaja, no os acordáis??? ¡Cómo éramos!, ¡qué asco les teníamos a esos cabrones! Venga anda, vámonos a comer, que invitan los carniceros.
- Luis, deja de fumar y de mirar de lado, que ya estamos juntos.
- Déjale Bea, que yo sé porqué está así, ¿verdad Luis?, pensaba que todos vendríamos con nuestro cura muerto y él aquí preocupado por no traer su ristra de huesos; anda bobo, vamos, que nos vamos a divertir. Luego veremos si nuestra amiga Bea nos enseña cómo le ha ido a ella la vida.

Y así se fueron todos juntos, abrazados y sonriendo. Luis iba el último, cabizbajo, tímido. Encendió otro cigarro y tiró al suelo un montón de huesecillos finos y largos.

Salud.

"Socorro"


Socorro. Julián 4.

Se suponía que iba a ser divertido y yo estaba pensando en tirarme por la ventana. Atardecía y había comenzado a nevar en la sierra madrileña. Abrí de par en par y el frío me golpeó el cuerpo tratando de devolverme las fuerzas que hacía tiempo daba por perdidas. Me estaba quedando helado y me encantaba; era mejor, menos triste para los míos, aparecer muerto de frío que estrellado en el suelo tras saltar desde la ventana del piso de Abigail.
Veinte minutos antes, cuando Javier y yo llegamos a la casa, Abigail y sus dos primas nos estaban preparando la cena. Pasta, unas tortillas, vino, olía bien y el calor de la chimenea hacía del salón un espacio muy confortable. Javier empezó a picar, estaba contento… yo saludé rápidamente y fui al baño a vomitar.
Las paredes se me echaban encima, el techo me tragaba y el calor me derretía el cerebro. Volví al salón, pedí disculpas y regresé al baño. Entendieron que algo no marchaba bien. Mientras yo andaba con la cabeza metida en la taza del retrete ellos iban apareciendo como peregrinos preguntando por mi salud. “Bien” decía yo, pero estaba que me moría. El baño era un lugar fresco, y yo necesitaba ese frescor. En varias ocasiones tuvieron que entrar para mear, yo me apartaba hacia atrás y las miraba; me decían cosas pero apenas entendía de qué hablaban. Cuando se levantaban volvía a meter la cabeza en la taza. Me sentaba bien estar con la cabeza dentro, era como estar en otro mundo, mi mundo. Entonces tiraba de la cadena y el agua salpicaba mi cara. Corría una brisa fresca, y el rugir de la cisterna cargándose me encantaba. A veces parecía que el retrete tenía música.
Hacía rato que no tenía nada que vomitar. Regresé al salón para avisar de que intentaría dormir un rato; Abigail y sus primas estaban en bragas y mi colega riendo… creo que no me oyeron. Me fui a la habitación y no pude dormir. Estaba jodido. Esta vez me había pasado de la raya… y nunca mejor dicho. Sabía que no moriría, no era eso lo que me preocupaba, lo que de verdad me daba miedo era la sensación, la certeza de que me estaba volviendo loco. Me estaba dando cuenta por momentos de que la cabeza se me iba. Ya no era solo el sudor de la cara y las manos, no era la boca seca ni el corazón a cien por hora, no era el que no pudiera tragar o casi ni respirar, ni los temblores ni los pinchazos, era el saber que ya nada sería igual, que iba a ser un loco y me estaba dando cuenta de ello. Tenía que relajarme, si conseguía dormir seguro que todo pasaría, mañana me despertaría con una tremenda resaca y poco más. Solo tenía que relajarme, si al menos tuviera algo de caballo… pero no tenía. Salí al salón y conseguí convencer a una de las primas de Abigail en bragas para que me hiciera una tila y una mamada. La tila estaba un poco fría y sin azúcar.
Me fui a la habitación y ellos siguieron riendo. Tras varias horas Javier vino a dormir. Estaba cansado, cansado y contento. Yo le rogué por todos los dioses que no se durmiera, que me estaba volviendo loco, el me dijo que me relajara y se quedó dormido.
Abrí la ventana y el frío me taladró la piel. Era fácil acabar con todo, pero el terror a que aquello pudiera seguir aun después de muerto me retuvo. Poco a poco fueron llegando a mi perturbada mente las caras de mis gentes, de los seres vivos a los que quiero y por los que vale la pena seguir luchando. Cuando quise darme cuenta estaba dormido, desnudo.
Cuando desperté no estaba resacoso sino con la misma sensación con la que me acosté. Pedí socorro, pero creo que lo hice hacia adentro. Nos fuimos.
Durante mi recuperación tomé muchas tilas, siempre frías y sin azúcar.
Salud.

martes, 17 de junio de 2008

"El secreto de los poceros"

El secreto de los poceros Julián 3.



-Hijo, ¿has cogido la grasa y la cal?, guardarla al fondo de la esportilla, bajo las herramientas. ¿Y el bocadillo?…Ten cuidado con el carburo y que no se te mojen las cerillas que con las corrientes se te puede apagar y luego es muy difícil encontrar las salidas. Recuérdalo bien, debes taponar las cuatro de la duquesa de Alba; las del palacio de Liria y las del restaurante. Ten mucho cuidado con los resaltos que hay alguno de mucha altura. Si te caes en uno de los profundos no podré sacarte. Y sobretodo no se te ocurra salir al colector de la Gran Vía ni al de la Princesa, los guardias suelen estar a estas horas de ronda. Hijo, haz bien la tarea y luego nos vemos en casa.

Así se dirigía mi abuelo a mi padre, con tan solo doce años, antes de abrirle la tapa de la alcantarilla por la que debía introducirse para realizar el trabajo.

La pocería es una profesión sucia, oscura, rodeada de ratas y pulgas, de ratas con pulgas, de agua pútrida y arañas por los techos de las galerías, de soledad y claustrofobia, de estrechas tuberías infinitas por donde circula parte del mal olor de una humanidad que trata de disimularlo bajo metros de húmedos ladrillos reblandecidos.

Y allá iba mi padre cargado con la espuerta. Llevaba una paleta, algo de esparto, un martillo y un plástico. Al fondo de la espuerta un saco de cal y varios kilos de grasa de cualquier animal, normalmente de vaca, aunque servía cualquiera, para realizar la masa. La carga era pesada por lo que se ayudaba de unas pequeñas ruedas que había acoplado a la esportilla.

Había que andar un par de kilómetros entre los negros y húmedos túneles de Madrid. La distancia a recorrer era tan larga pues nadie podía saber que era lo que estaba haciendo. Los colectores principales de las calles de Madrid son amplios y muy caudalosos, el rugir del torrente de agua los hace extremadamente siniestros y peligrosos, las galerías más grandes tienen luces y el nombre de calles bajo las que se encuentran, por lo que, con algo de experiencia, es fácil moverse por los bajos de la ciudad.

Cuando llegaba a la zona donde tenía que operar, mi padre se cercioraba de que la acometida sobre la que tenía que actuar fuera la correcta. Cuando estaba seguro empezaba a preparar la masa; la cal, la grasa y un poco de agua de la que corría por las canaletas… un par de minutos y empezaba a taponar los desagües que le había encargado su padre, mi abuelo. El taponado de la tubería se hacía en dos etapas. Había que esperar unos veinte minutos entre una y otra para que la primera secara un poco y no se desmoronase. Era el momento ideal para tomar el almuerzo. Echaba el plástico en el mejor rincón que encontrara, se sentaba y ahora tocaba defender el bocadillo entre las decenas de ratas que le miraban hambrientas… casi tanto como él. Para este momento siempre llevaba un buen puñado de pipas crudas para compartir con ellas; las ratas son amigas de los poceros; destrozan tuberías, provocan hundimientos y vencimientos de arquetas, y sobre todo, donde hay ratas hay vida… oxigeno.

Tras el bocata y la segunda capa de esta especie de mortero, tocaba recoger y emprender el camino de vuelta.
La masa que surge de mezclar la grasa animal con la cal y con el agua, se asemeja mucho a los depósitos de detergente, jabones y demás que con el transcurso de los años se va depositando en las paredes de las tuberías de cemento, estrechándolas hasta provocar el atasco; la palabra mas hermosa que un buen pocero podría escuchar. Eso si, lo que de forma natural llevaría quince o veinte años, con esta maravillosa técnica no tardaría en ocurrir más de quince o veinte días.

Ya solo faltaba la segunda parte de la operación, en la que mi abuelo, era el principal protagonista. Debía pasarse los siguientes quince días dando vueltas por la zona con la vieja furgoneta pegando voces por el megáfono: “Francisco García, maestro pocero matriculado”, y esperar, a que la pobre duquesa de Alba, asustadísima cuando los malos olores empezaran a impregnar sus alcobas, le llamara para solucionar el problema.

Resolver este tipo de atasco podría llevarnos tan solo media mañana y unos pocos miles de pesetas. No habría más que mandar al chiquillo, a mi padre, a desatascar lo que él mismo había taponado. Pero no era así, nada más lejos, este tipo de obra solía durar unos cuatro meses y suponía el cambio de toda la red de saneamiento horizontal y por supuesto un buen dinero para la familia.

Con el tiempo mi padre tomo el lugar de mi abuelo como yo tomé el de mi padre y como pronto, mi hijo Julen, tomará el mío. Es importante ser pequeño para este tipo de operación.

Por último, no olvidéis, cuando entréis a un baño público, llenar la taza de papeles, trapos, plantas… cualquier cosa que tengáis a mano y que pueda provocar esa palabra cuasi orgásmica para cualquier buen pocero… mmmm… el atasco.

Salud.




domingo, 15 de junio de 2008

Se lo merecía

El joven forastero entró tambaleándose en la celda, medio borracho, empujado por un guardia civil. El otro hombre apenas se movió, tirado en el camastro, mirando las telarañas del techo. Tenía barba de varios días y los ojos rojos. Sólo entraba la luz de las farolas por el ventanuco. De vez en cuando se oían los petardos que tiraban los mozos del pueblo celebrando las fiestas del patrón.

— ¿Tienes un pitillo? —dijo el hombre del camastro.

—No, me los quitaron —contestó el joven mientras se sentaba en el suelo de piedra, apoyando la espalda contra la pared. Tenía un ojo amoratado y la ropa polvorienta.

El del camastro volvió a enmudecer, levantó la cabeza un momento y al reconocer al joven apretó la mandíbula con fuerza. Por su cabeza pasó la noche anterior, cuando vio a su ex-novia bailando un apretado pasodoble en la plaza del pueblo con aquel joven que ahora compartía celda con él, y le volvió a hervir la sangre.

—Ah, eres tú, ¿qué haces aquí, imbécil?

—Me peleé con los mozos del pueblo—guardó unos minutos de silencio y luego dijo—. ¿Por qué diablos lo hiciste? Haberme matado a mi, ella no tenia la culpa.

—Te equivocas, pobre imbécil. Tú eres un pelele, y ella sólo te utilizó.

«Y el imbécil seguro que hasta se había sentido especial, como me sentí yo los tres años de noviazgo, llenos de embustes, y cuando íbamos a preparar la boda va y me dice que no me quiere y que me deja, la muy zorra», pensó mientras meneaba la cabeza.

— ¿Y la madre y la hermana?, ¿qué culpa tenían ellas?

—La madre siempre le estaba metiendo cizaña para que me dejara y la hermana no podía ni verme y se inventaba mentiras sobre mí. Se merecían todas las cuchilladas que les dí, una por una.

— ¿Y ahora qué vas a hacer?, ¿matarme a mí también, valiente? —exclamó el joven, intentando incorporarse.

—¿Qué más da un muerto más que menos? Pero no, tranquilo, no te voy a matar. Se me pasó la locura —. Se miró las manos, si pudiera lavárselas, aún le olían a sangre, y ese color rojo que no se quitaba por más que se las frotaba— Aunque cuando te vi bailando con ella, tan juntos, sí que lo pensé. Pero si no hubiese sido contigo, habría sido con otro. A ella lo mismo le daba uno que otro.

Guardó silencio unos minutos. Luego continuó hablando, mirando hacia la pared, como si pensara en voz alta.

—Era una cualquiera, menos mal que me di cuenta a tiempo. Quiso manejarme como a los demás, pero no, conmigo no pudo. Intentó burlarse de mí, y eso no se lo consiento a nadie. Dijo que no quería volver a verme. Que no quería volver a verme... —repitió en un susurro— Pero yo seguía queriéndola. Por eso iba detrás de ella, espiando sus movimientos, sus idas y venidas. Luego la vi bailando contigo, pobre don nadie. Al día siguiente me la encontré en la calle de la Iglesia. Iba hacia la fuente del caño, con su hermana y un barreño de ropa blanca para lavar. Le supliqué que volviera conmigo, que la quería, que no podía vivir sin ella. Repitió que no quería volver a verme. Que la dejara en paz. Me insultó varias veces, se burló de mí, la muy hija de puta. Y la víbora de la hermana se reía. Entonces fui corriendo a mi casa y cogí el cuchillo más grande que pude encontrar. Y corrí sin descanso hasta la fuente del caño. Por el camino me encontré a la hermana. Fue la primera en caer. Intentó huir, pero yo fui más rápido. Luego le tocó el turno a la madre, me crucé con ella cuando iba con el cesto lleno de ropa recién lavada. Chilló como un cerdo mientras se desangraba sobre las sábanas. Y al final ella, la peor, que se estaba lavando el pelo en un cubo con agua, junto al pozo. Se me quedó mirando con la boca abierta, yo con el cuchillo chorreando sangre en la mano. Ni siquiera intentó escapar. Se quedó paralizada mientras se lo clavaba una y otra vez.

Recordó sus manos cubiertas de sangre. Esa sangre que no podía quitarse, por mucho que se las restregaba. Se quedó callado con la mirada perdida, recordando la cara de espanto de ella cuando comprendió lo que le iba a suceder, sus ojos abiertos y fijos cuando estaba tirada sobre los terrones, con el vestido de flores que la regaló, ensangrentado, y el pelo mojado sobre la cara.

— ¡Yo la quería y tú me la quitaste, cabrón! —gritó el forastero mientras se lanzaba sobre él, echándole el aliento que apestaba a alcohol en la cara. Rodaron por el suelo cubierto de polvo, dándose golpes furiosos con los puños cerrados en la cara, en las costillas, en el vientre, siempre en silencio, sin hacer ni un ruido.

Al amanecer, el guardia civil que entró en la celda vio dos bultos, uno sentado en el camastro, con la cabeza apoyada sobre las rodillas, el otro en un rincón, en una postura poco natural, con la boca y los ojos abiertos. Al día siguiente, en el periódico de la capital contaron la noticia del crimen y que el asesino de la fuente del caño, como se le conoció a partir de entonces, se había ahorcado en su celda durante la noche, con su propio cinturón. La gente del pueblo murmuraba que habían sido los mismos guardias civiles, que le habían rematado de un culatazo para ahorrarse los trámites del juicio y el escándalo. Sólo el forastero que compartió calabozo con el asesino sabía la verdad. A los dos días le dejaron libre.

viernes, 13 de junio de 2008

La luz y el tiempo



Un cambio en la intensidad de la luz me distrae. Entorno los ojos, suelto el libro en la mesa y me recuesto sobre los cojines, apoyada en el brazo izquierdo del sofá. Desde donde estoy, puedo ver el balcón. El sol de media tarde baña los postigos de las contrapuertas que, abiertos hacia dentro, dejan pasar una luminosidad fluida, casi líquida. Un airecillo se cuela juguetón levantándole las faldas a la ventana.


La niña está fuera. Se asoma de puntillas, agarrando los barrotes con sus manos regordetas llenas de hoyuelos. Su barbilla apenas supera la baranda de forja. Parece concentrada en la plaza. A veces ladea la cabeza, meciendo su corta melena rubia, y se remanga su vestido de verano de cuadros verdes y blancos, como si estuviera a punto de bailar. A su izquierda Canelo, un cachorro de raza indefinida que no levanta un palmo del suelo, la imita, haciendo equilibrio sobre las patas traseras. Sonrío. Cuando no puede más se apoya en el bordillo de la maceta de pilistras, o se empeña en encontrar un hueco imposible entre la muralla de tiestos de barro repletos de geranios simples, geranios gitanos, geranios de rastra, claveles y clavellinas.


El sol ha cambiado de lugar y ahora un chorro de luz penetra desde el ángulo superior derecho, iluminando las baldosas de dibujos geométricos. Partículas de polvo como diminutas esquirlas de plata flotan en lenta espiral. Suspendidas en el rayo de sol, se desplazan oblicuamente. La niña se agacha y acaricia la cabecita del perro, que le da cariñosamente con su hocico en las manos. De pronto suena música en la calle y se incorpora de un salto y se pone a dar palmas. «¡Abuelita, ven, mira!». Conforme se da la vuelta, la habitación se queda en penumbra, y me sorprendo mirando fijamente el espejo de mi abuela, una hermosa cornucopia de talla dorada que rescaté hace años del olvido. Debe de tener más de un siglo. Con la nostalgia en la garganta, enciendo la lamparita y regreso, sola, a mi lectura.


Gloria

miércoles, 11 de junio de 2008

Fundido en negro

Fundido en negro
María Bonney

La locura me persigue de nuevo. Hacía mucho tiempo que no aparecía en mis sueños. Es una mujer bella que corre descalza lentamente por un prado, el pelo largo ondulado, castaño, revuelto y adornado con flores pequeñas. Yo voy a su encuentro y cuando la alcanzo las cuencas de sus ojos están vacías y oscuras. Me despierto bañado en sudor.
Cuando encerraron a mi madre en un psiquiátrico yo tenía trece años y ella acababa de cumplir cuarenta. Mi padre me llevaba los domingos a verla. Me ponía los zapatos y los pantalones nuevos, chaqueta, camisa y corbata y me peinaba el pelo con agua pegado a la cabeza. Quería estar guapo para ella. Algunas veces parecía normal. A modo de saludo me cogía las manos y las besaba con suavidad y delicadeza. Ninguna mujer me ha vuelto a besar así. Después de hablar de cosas intrascendentes los tres juntos, le decía a mi padre que se fuera. Entonces me preguntaba qué tal el colegio, mis amigos, si tenía novia y guiñándome el ojo con complicidad me decía que no me matara a pajas porque me iban a salir pelos en las manos. Eso me ruborizaba. ¿Cómo podía ella saber...? Yo miraba mis manos de reojo.
Otras veces nos decían que había tenido una crisis. Entonces no me dejaban entrar a verla y yo esperaba impaciente en una salita pequeña y blanca a que volviera mi padre. Eran los diez minutos más largos de la semana. Me sentaba, me levantaba, daba vueltas alrededor de la sala o salía al jardín.
Recuerdo el día de verano que se les escapó. Yo estaba en el jardín y lo ví todo: corría descalza, vestía un camisón blanco y tenía una expresión de terror. Dos enfermeros la perseguían. Cuando la alcanzaron mi madre gritó y pataleó moviendo violentamente la cabeza y su pelo castaño, largo y ondulado le ocultó el rostro. La cogieron en volandas mientras se revolvía como un animal salvaje y desaparecieron con ella. Ya no volvió a ocurrir.
Uno de los domingos de crisis no pude más y me colé sin que se dieran cuenta. Fui a su habitación. No ví a mi padre. Supuse que estaría hablando con el médico. Intenté abrir la puerta pero estaba cerrada con llave. Sólo se la podía ver desde el cristal. Si me ponía de puntillas me llegaba justo a la altura de los ojos. Allí estaba. Tumbada en la cama, atada de pies y manos con correas marrones, parecía tan pequeña, tan frágil, tan pálida, tan… muerta. No sé cuánto tiempo permanecí allí inmóvil contemplándola. Un ruido me devolvió a la realidad y salí corriendo de nuevo a la salita. Al momento llegó mi padre. Con solo mirarme supo lo que había pasado. No me dijo nada. Me abrazó y lloré en silencio.
Cuando salimos de la clínica no volví a derramar una lágrima, pero a partir de ese día comencé a tener estos sueños.
Es noche cerrada y estoy bañado en sudor. He de tranquilizarme. Una ducha me vendría bien. Mejor no, hace demasiado ruido. No sé por qué han vuelto estos sueños después de tanto tiempo. Será que estoy estresado. Será que tengo la edad en la encerraron a mi madre. Será que hace semanas que no me tomo las pastillas. Eso es, me tomaré una pastilla.

La taza «Roquera»

Tengo una taza de váter de color blanco verdoso, a juego con las plaquetas azul turquesa del cuarto de baño. Un día que estaba sentada en ella tan tranquila haciendo mis cosas, con mis pantuflas color rosa chicle y mi bata guateada, leyendo el último best seller que me había recomendado mi vecina del quinto («Vida y milagros de Victoria Beckham»), empecé a oír una musiquilla. Dejé de leer, levanté la cabeza y la música se detuvo. Al día siguiente a la misma hora ocurrió tres cuartos de lo mismo. Una melodía surgía de no se sabe dónde, siempre que me sentaba más de cinco minutos seguidos en el artefacto de Roca. Incluso llegué a oír una voz que decía: «Y ahora, el número uno de esta semana, la canción del ‘chiki-chiki’». Ahí ya sí que me quedé patidifusa. O me estaba volviendo loca, o en mi cuarto de baño había duendes. Oí tres «pí-pí-pí», y después «Son las cinco de la tarde. A continuación, escucharemos el último éxito de ‘La Terremoto de Móstoles’». Miré el reloj y, efectivamente, eran las cinco de la tarde. La puerta del baño estaba cerrada y la ventana también. Me rasqué la pelambrera («tengo que ir a la peluquería urgentemente», pensé). No recordaba haber encendido la radio del cuarto de estar. Tampoco podía ser que la vecina hubiese sacado el transistor para distraerse mientras tendía la ropa. Después de descartar todas las explicaciones verosímiles, me concentré en mi oído para descubrir de donde salían los sonidos. Y me quedé estupefacta. Venían de debajo de mí. O sea, de la taza del váter. Oí claramente a Estopa desgañitarse con «…por la raja de tu falda…». Asustada, me levanté repentinamente. Se hizo un silencio total. Sólo se oía el goteo del grifo del lavabo. Volví a sentarme. «…por la raja de tu falda tuve un piñazo con un SEAT Panda…» volvió a resonar estruendosamente entre las cuatro paredes. Ya se me había cortado todo, así que me limpié y salí del baño pensando seriamente en llamar a Iker Jiménez para que me mandara un equipo de investigadores de lo oculto. En los días siguientes entré al baño con miedo. Evitaba ir y me aguantaba todo lo posible, hasta que ya no podía más y siempre procuraba estar menos de cinco minutos.

Unos días después, a las cinco de la tarde, volvió a sonar la música. Y ya no tuve ninguna duda. El sonido venía justo de debajo de mis posaderas. Sentía una vibración que me subía desde los muslos hacia arriba. Mi váter era una emisora de radio en toda regla. Descubrí que el sintonizador era el pulsador de la cisterna y según como lo girara, aparecía M80, Radio Olé o Los 40 Principales. Esa noche me crucé con mi vecina del quinto cuando iba a sacar la basura y cometí el terrible error de contárselo, y como es una cotilla la noticia pronto se extendió por toda la comunidad de vecinos. Comenzaron a llegar los curiosos para presenciar en vivo y en directo el fenómeno. Se formó una cola frente a la puerta de mi casa, todos con el firme propósito de visitar mi baño, sentarse en la taza y escuchar su emisora de radio preferida mientras defecaban. Mi piso estaba más transitado que la estación de Atocha en hora punta. Así que tuve que tomar medidas drásticas. Ya entrada la noche, me senté por última vez en mi taza musical. Sintonicé Kiss FM, escuché cantar a Gloria Gaynor con su «I will survive» hasta el final, me limpié cuidadosamente, tiré de la cadena y acto seguido agarré un destornillador y unas tenazas y desmonté a conciencia todas las partes desmontables del inodoro. Volví a sentarme en lo que quedaba, sólo para cerciorarme de que la taza se había quedado muda definitivamente.

Desde ese momento, mi piso volvió a estar vacío y mi baño silencioso.

domingo, 1 de junio de 2008

"De pequeño"


"De pequeño"

Lanzar bolsas de basura al interior de las casas era una de nuestras aventuras preferidas. En verano todas las ventanas estaban abiertas y, aunque costaba lanzarlas pues algunas pesaban como si estuvieran cargadas de pedruscos, os puedo asegurar que rara vez fallábamos. Caían en mitad del salón, o del cuarto de estar, tal vez encima de la mesa creando una sucia mezcla de desperdicios, refritos y alguna ensalada recién hecha. La cena, sin lugar a dudas, se echaba a perder mientras en nuestro barrio obrero se escuchaban blasfemias y amenazas mezcladas con nuestras risas cuando escapábamos veloces y despreocupados. Nunca nos pillaron. A los ojos de los vecinos siempre fuimos buenos chicos.
Lo de la basura estaba bien, era divertido pero olía mal. Se nos quedaba un olor a podredumbre en las manos, a viejo. Yo prefería mangar en las tiendas, en Simago. Era muy excitante; mi primer disco de Barón Rojo fue por cortesía de esta superficie comercial tan simpática, luego me llevé un Risk, una discografía completa de los Led Zeppelin que costaba veinte talegazos y un buen día cogimos las llaves que abrían las maquinas tragaperras, que gran tesoro esas llaves. A día de hoy aun no he tenido entre mis manos nada de tanto valor.
Todo eso estaba bien, pero de lo que quiero hablaros es de mi aventura favorita, de mi verdadera aventura favorita. Consistía en llevarse cosas de las terrazas de los pisos bajos: plantas, botellas, comida; lo que estuviera a mano, sobretodo abrir las llaves del gas de las cocinas, que sepa Dios por que, en aquellos años muchas familias las tenían en la terraza. Soñábamos con que algún día alguna de las casas saltaría por los aires, una gran explosión de gas que haría que nuestro barrio saliera por la tele… pero ninguna explotó.
Una tarde noche, estaba subido a un poyete de una de las terrazas, estiré el brazo y abrí todas las llaves del gas de la cocina, luego alcancé a coger una botella de aceite y unas sartenes que acabaríamos tirando detrás de cualquier muro, y entonces, justo cuando estaba a punto de llevarme una botella de vino, apareció la señora Catalina, me agarro con su vieja, fría y arrugada mano, estiró del brazo y empezó a llamarme golfo y a decirme que se lo diría a mi madre. Cuando dije que nunca nos pillaron no era del todo cierto. La señora Catalina nos pilló… pero ella no cuenta. Cuando pude escapar de su débil mano cerró las ventanas a cal y canto. A la mañana siguiente la sacaron en una ambulancia, su marido el cojo iba con ella. Por lo visto murieron porque alguno dejó abierta la llave del gas.
Queríamos explosiones y salir en la tele, pero no hacer daño a nuestros vecinos. Decidimos no volver a abrir las llaves del gas y empezamos a utilizar guantes para lanzar las bolsas de basura.

Salud.

P.D.: Dedico este ejercicio a la señora Catalina que era muy buena gente y a su marido el cojo que supongo que también lo sería. Siempre le conocí cascarrabias y cuando empecé a crecer y a entender “algo” mejor a la gente se murió.

"El tenedor"

"El tenedor"

El tenedor, bisnieto del tridente, amigo de la cuchara y amante del cuchillo. Brilla pues no es de madera si no de plata pulida. Trato de mirarme en el reflejo de sus puntas mas la superficie es pequeña. Me lo acerco a los ojos y me pincho la nariz, está frío y puede hacer daño. Se lo clavo a mi gato en la espalda a modo de banderilla taurina; el pobre chilla, sangra y corre. El tenedor cae. Lo recojo y con la sangre que queda dibujo un garabato en la pared…a mi esposa le gustan los garabatos, a mi gato no. Intento cepillarme los dientes con el tenedor pero me dan calambre los empastes metálicos, mejor cepillarme el pelo… que gusto. Aprovecho y me rasco los nitos.

Pruebo a cambiar el canal de la tele pero no funciona, el tenedor no tiene botones. Me lo pongo de peineta y veo que me queda de maravilla. Aprovecho el subidón de guapura y salgo a dar un paseo, a lucirme. Tras un buen rato dando vueltas no consigo aparcar, me vuelvo a casa. El gato se acerca ronroneando, frotándose con el sofá… viene a hacer las paces antes de sentarnos a comer. Le vuelvo a clavar el tenedor en la espalda, chilla, sangra y corre. Me siento en la mesa con el tenedor en la mano; hay sopa de fideos. Meto el tenedor en la sopa y consigo coger uno, me lo llevo a la boca y sabe a sangre de gato…mmm, me gusta. Me apetece comer gato. Me levanto de la mesa y voy a buscarle pero es muy escurridizo. Me siento en el sofá a rascarme los nitos. Tarde o temprano el gato volverá a tratar de hacer las paces.

Salud.

Merlín 2008


Diluvia. El aguacero ha espantado a la gente y barrido al sol de mayo y en la calle desierta, acorralado por el estruendo de la lluvia, sólo yo puedo ver como la magia también se refleja en el asfalto empapado.