domingo, 15 de junio de 2008

Se lo merecía

El joven forastero entró tambaleándose en la celda, medio borracho, empujado por un guardia civil. El otro hombre apenas se movió, tirado en el camastro, mirando las telarañas del techo. Tenía barba de varios días y los ojos rojos. Sólo entraba la luz de las farolas por el ventanuco. De vez en cuando se oían los petardos que tiraban los mozos del pueblo celebrando las fiestas del patrón.

— ¿Tienes un pitillo? —dijo el hombre del camastro.

—No, me los quitaron —contestó el joven mientras se sentaba en el suelo de piedra, apoyando la espalda contra la pared. Tenía un ojo amoratado y la ropa polvorienta.

El del camastro volvió a enmudecer, levantó la cabeza un momento y al reconocer al joven apretó la mandíbula con fuerza. Por su cabeza pasó la noche anterior, cuando vio a su ex-novia bailando un apretado pasodoble en la plaza del pueblo con aquel joven que ahora compartía celda con él, y le volvió a hervir la sangre.

—Ah, eres tú, ¿qué haces aquí, imbécil?

—Me peleé con los mozos del pueblo—guardó unos minutos de silencio y luego dijo—. ¿Por qué diablos lo hiciste? Haberme matado a mi, ella no tenia la culpa.

—Te equivocas, pobre imbécil. Tú eres un pelele, y ella sólo te utilizó.

«Y el imbécil seguro que hasta se había sentido especial, como me sentí yo los tres años de noviazgo, llenos de embustes, y cuando íbamos a preparar la boda va y me dice que no me quiere y que me deja, la muy zorra», pensó mientras meneaba la cabeza.

— ¿Y la madre y la hermana?, ¿qué culpa tenían ellas?

—La madre siempre le estaba metiendo cizaña para que me dejara y la hermana no podía ni verme y se inventaba mentiras sobre mí. Se merecían todas las cuchilladas que les dí, una por una.

— ¿Y ahora qué vas a hacer?, ¿matarme a mí también, valiente? —exclamó el joven, intentando incorporarse.

—¿Qué más da un muerto más que menos? Pero no, tranquilo, no te voy a matar. Se me pasó la locura —. Se miró las manos, si pudiera lavárselas, aún le olían a sangre, y ese color rojo que no se quitaba por más que se las frotaba— Aunque cuando te vi bailando con ella, tan juntos, sí que lo pensé. Pero si no hubiese sido contigo, habría sido con otro. A ella lo mismo le daba uno que otro.

Guardó silencio unos minutos. Luego continuó hablando, mirando hacia la pared, como si pensara en voz alta.

—Era una cualquiera, menos mal que me di cuenta a tiempo. Quiso manejarme como a los demás, pero no, conmigo no pudo. Intentó burlarse de mí, y eso no se lo consiento a nadie. Dijo que no quería volver a verme. Que no quería volver a verme... —repitió en un susurro— Pero yo seguía queriéndola. Por eso iba detrás de ella, espiando sus movimientos, sus idas y venidas. Luego la vi bailando contigo, pobre don nadie. Al día siguiente me la encontré en la calle de la Iglesia. Iba hacia la fuente del caño, con su hermana y un barreño de ropa blanca para lavar. Le supliqué que volviera conmigo, que la quería, que no podía vivir sin ella. Repitió que no quería volver a verme. Que la dejara en paz. Me insultó varias veces, se burló de mí, la muy hija de puta. Y la víbora de la hermana se reía. Entonces fui corriendo a mi casa y cogí el cuchillo más grande que pude encontrar. Y corrí sin descanso hasta la fuente del caño. Por el camino me encontré a la hermana. Fue la primera en caer. Intentó huir, pero yo fui más rápido. Luego le tocó el turno a la madre, me crucé con ella cuando iba con el cesto lleno de ropa recién lavada. Chilló como un cerdo mientras se desangraba sobre las sábanas. Y al final ella, la peor, que se estaba lavando el pelo en un cubo con agua, junto al pozo. Se me quedó mirando con la boca abierta, yo con el cuchillo chorreando sangre en la mano. Ni siquiera intentó escapar. Se quedó paralizada mientras se lo clavaba una y otra vez.

Recordó sus manos cubiertas de sangre. Esa sangre que no podía quitarse, por mucho que se las restregaba. Se quedó callado con la mirada perdida, recordando la cara de espanto de ella cuando comprendió lo que le iba a suceder, sus ojos abiertos y fijos cuando estaba tirada sobre los terrones, con el vestido de flores que la regaló, ensangrentado, y el pelo mojado sobre la cara.

— ¡Yo la quería y tú me la quitaste, cabrón! —gritó el forastero mientras se lanzaba sobre él, echándole el aliento que apestaba a alcohol en la cara. Rodaron por el suelo cubierto de polvo, dándose golpes furiosos con los puños cerrados en la cara, en las costillas, en el vientre, siempre en silencio, sin hacer ni un ruido.

Al amanecer, el guardia civil que entró en la celda vio dos bultos, uno sentado en el camastro, con la cabeza apoyada sobre las rodillas, el otro en un rincón, en una postura poco natural, con la boca y los ojos abiertos. Al día siguiente, en el periódico de la capital contaron la noticia del crimen y que el asesino de la fuente del caño, como se le conoció a partir de entonces, se había ahorcado en su celda durante la noche, con su propio cinturón. La gente del pueblo murmuraba que habían sido los mismos guardias civiles, que le habían rematado de un culatazo para ahorrarse los trámites del juicio y el escándalo. Sólo el forastero que compartió calabozo con el asesino sabía la verdad. A los dos días le dejaron libre.

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