viernes, 13 de junio de 2008

La luz y el tiempo



Un cambio en la intensidad de la luz me distrae. Entorno los ojos, suelto el libro en la mesa y me recuesto sobre los cojines, apoyada en el brazo izquierdo del sofá. Desde donde estoy, puedo ver el balcón. El sol de media tarde baña los postigos de las contrapuertas que, abiertos hacia dentro, dejan pasar una luminosidad fluida, casi líquida. Un airecillo se cuela juguetón levantándole las faldas a la ventana.


La niña está fuera. Se asoma de puntillas, agarrando los barrotes con sus manos regordetas llenas de hoyuelos. Su barbilla apenas supera la baranda de forja. Parece concentrada en la plaza. A veces ladea la cabeza, meciendo su corta melena rubia, y se remanga su vestido de verano de cuadros verdes y blancos, como si estuviera a punto de bailar. A su izquierda Canelo, un cachorro de raza indefinida que no levanta un palmo del suelo, la imita, haciendo equilibrio sobre las patas traseras. Sonrío. Cuando no puede más se apoya en el bordillo de la maceta de pilistras, o se empeña en encontrar un hueco imposible entre la muralla de tiestos de barro repletos de geranios simples, geranios gitanos, geranios de rastra, claveles y clavellinas.


El sol ha cambiado de lugar y ahora un chorro de luz penetra desde el ángulo superior derecho, iluminando las baldosas de dibujos geométricos. Partículas de polvo como diminutas esquirlas de plata flotan en lenta espiral. Suspendidas en el rayo de sol, se desplazan oblicuamente. La niña se agacha y acaricia la cabecita del perro, que le da cariñosamente con su hocico en las manos. De pronto suena música en la calle y se incorpora de un salto y se pone a dar palmas. «¡Abuelita, ven, mira!». Conforme se da la vuelta, la habitación se queda en penumbra, y me sorprendo mirando fijamente el espejo de mi abuela, una hermosa cornucopia de talla dorada que rescaté hace años del olvido. Debe de tener más de un siglo. Con la nostalgia en la garganta, enciendo la lamparita y regreso, sola, a mi lectura.


Gloria

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