miércoles, 11 de junio de 2008

Fundido en negro

Fundido en negro
María Bonney

La locura me persigue de nuevo. Hacía mucho tiempo que no aparecía en mis sueños. Es una mujer bella que corre descalza lentamente por un prado, el pelo largo ondulado, castaño, revuelto y adornado con flores pequeñas. Yo voy a su encuentro y cuando la alcanzo las cuencas de sus ojos están vacías y oscuras. Me despierto bañado en sudor.
Cuando encerraron a mi madre en un psiquiátrico yo tenía trece años y ella acababa de cumplir cuarenta. Mi padre me llevaba los domingos a verla. Me ponía los zapatos y los pantalones nuevos, chaqueta, camisa y corbata y me peinaba el pelo con agua pegado a la cabeza. Quería estar guapo para ella. Algunas veces parecía normal. A modo de saludo me cogía las manos y las besaba con suavidad y delicadeza. Ninguna mujer me ha vuelto a besar así. Después de hablar de cosas intrascendentes los tres juntos, le decía a mi padre que se fuera. Entonces me preguntaba qué tal el colegio, mis amigos, si tenía novia y guiñándome el ojo con complicidad me decía que no me matara a pajas porque me iban a salir pelos en las manos. Eso me ruborizaba. ¿Cómo podía ella saber...? Yo miraba mis manos de reojo.
Otras veces nos decían que había tenido una crisis. Entonces no me dejaban entrar a verla y yo esperaba impaciente en una salita pequeña y blanca a que volviera mi padre. Eran los diez minutos más largos de la semana. Me sentaba, me levantaba, daba vueltas alrededor de la sala o salía al jardín.
Recuerdo el día de verano que se les escapó. Yo estaba en el jardín y lo ví todo: corría descalza, vestía un camisón blanco y tenía una expresión de terror. Dos enfermeros la perseguían. Cuando la alcanzaron mi madre gritó y pataleó moviendo violentamente la cabeza y su pelo castaño, largo y ondulado le ocultó el rostro. La cogieron en volandas mientras se revolvía como un animal salvaje y desaparecieron con ella. Ya no volvió a ocurrir.
Uno de los domingos de crisis no pude más y me colé sin que se dieran cuenta. Fui a su habitación. No ví a mi padre. Supuse que estaría hablando con el médico. Intenté abrir la puerta pero estaba cerrada con llave. Sólo se la podía ver desde el cristal. Si me ponía de puntillas me llegaba justo a la altura de los ojos. Allí estaba. Tumbada en la cama, atada de pies y manos con correas marrones, parecía tan pequeña, tan frágil, tan pálida, tan… muerta. No sé cuánto tiempo permanecí allí inmóvil contemplándola. Un ruido me devolvió a la realidad y salí corriendo de nuevo a la salita. Al momento llegó mi padre. Con solo mirarme supo lo que había pasado. No me dijo nada. Me abrazó y lloré en silencio.
Cuando salimos de la clínica no volví a derramar una lágrima, pero a partir de ese día comencé a tener estos sueños.
Es noche cerrada y estoy bañado en sudor. He de tranquilizarme. Una ducha me vendría bien. Mejor no, hace demasiado ruido. No sé por qué han vuelto estos sueños después de tanto tiempo. Será que estoy estresado. Será que tengo la edad en la encerraron a mi madre. Será que hace semanas que no me tomo las pastillas. Eso es, me tomaré una pastilla.

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